Las palabras acababan de salir de mi boca. Sus ojos pasaron de empañarse a inundarse en una fracción de segundo. El pelo le revoloteaba por las mejillas húmedas preso del viento que nada aplacaba en el abismo. Sus labios, receptores de lágrimas, yacían inertes.
Nos hallabamos casi en penumbras. El sol se había apagado ya hacía rato y nuestros ojos se adaptaban a la ausencia de su refulgencia extinta luego de un bello atardecer.
En mi mente resonaba mi reciente dicción. Me preguntaba si había sido el momento correcto, los términos justos, el tono adecuado. Sus gestos se tornaban difusos, intermitentes, desconcertantes. Las mejillas, puentes del llanto, oscilaban de un lado a otro dependiendo de dónde el viento posaba su cabello.
El suelo aún estaba caliente, las nubes toldaban las alturas y bandadas de pájaros sobrevolaban nuestras cabezas con una furia rocambolesca, sinónimo de que una tormenta se avecinaba. Una o dos. Ya que, inconscientemente, esperaba también la que estaba a punto de estallarme en la cara cuando el llanto cesara.
Los minutos transcurrieron y, de pronto, movió los brazos, se secó las lágrimás con la tela de las mangas de la camisa, tomó aire y rompió el silencio. En ese preciso instante un trueno resonó en los aires y la lluvia irrumpió la escena empapándonos de pies a cabeza. Ambas tormentas acechándome. Una por arriba y otra frente a mí.
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Ann