jueves, 28 de febrero de 2019

Dos palabras

Las palabras acababan de salir de mi boca. Sus ojos pasaron de empañarse a inundarse en una fracción de segundo. El pelo le revoloteaba por las mejillas húmedas preso del viento que nada aplacaba en el abismo. Sus labios, receptores de lágrimas, yacían inertes.

Nos hallabamos casi en penumbras. El sol se había apagado ya hacía rato y nuestros ojos se adaptaban a la ausencia de su refulgencia extinta luego de un bello atardecer.

En mi mente resonaba mi reciente dicción. Me preguntaba si había sido el momento correcto, los términos justos, el tono adecuado. Sus gestos se tornaban difusos, intermitentes, desconcertantes. Las mejillas, puentes del llanto, oscilaban de un lado a otro dependiendo de dónde el viento posaba su cabello.

El suelo aún estaba caliente, las nubes toldaban las alturas y bandadas de pájaros sobrevolaban nuestras cabezas con una furia rocambolesca, sinónimo de que una tormenta se avecinaba. Una o dos. Ya que, inconscientemente, esperaba también la que estaba a punto de estallarme en la cara cuando el llanto cesara.

Los minutos transcurrieron y, de pronto, movió los brazos, se secó las lágrimás con la tela de las mangas de la camisa, tomó aire y rompió el silencio. En ese preciso instante un trueno resonó en los aires y la lluvia irrumpió la escena empapándonos de pies a cabeza. Ambas tormentas acechándome. Una por arriba y otra frente a mí.





viernes, 22 de febrero de 2019

De su existir

Confundía a los integrantes de The Beatles entre sí, a Charly con Fito, a Luis Miguel con Cristian Castro. Pero habia algo en ella que me volvía loca.
No sabía usar el control remoto. Tocaba todos los botones, desprogramaba todo artefacto electrónico a su alrededor. Pero, por favor, cuanto me gustaba.
Manchaba el techo con salsa de tomate tan sólo al hervir huevos. Y ensuciaba cuatro ollas, dos sartenes y tres vasos sólo para hacer un sándwich. Pero nada de eso impedía que el amor fuera más fuerte.
No retenía ni un número de dos cifras y tenía que repetirle las cosas más de cinco veces para que captara, al menos, la mitad. Pero, mierda, cuánta magia había en sus ojos.
Ponía talco en el piso y pasaba los pies por encima del montón antes de ponerse las zapatillas y el cuarto quedaba blanco y resbaladizo. Pero, carajo, cuánto transmitía su sonrisa.
Me miraba. Con sus ojos grandes clavados en los míos y, sin más, perdía la noción del tiempo. Y, sólo por eso, pude con las confusiones de artistas, su incapacidad tecnológica, la salsa en el techo, su memoria de pez, el talco en el suelo y el desastre entero que significaba su existir. Porque era, ni más ni menos que, mi razón de reír.

domingo, 10 de febrero de 2019

A veces es necesario

Su rostro tenso, el ceño fruncido, los ojos clavados en mi. Mi mirada devolviendo el gesto, queriendo decir tanto pero mis labios no cooperaron. Quizas por miedo o por cobarde, tal vez.
- Ni se te ocurra decirme nada - espetó.
Pero que me niegue la palabra fue como pasarle por la cara un trapo rojo a un toro. Ella era el trapo y yo, sin poder contenerme era el toro.
Mis labios se despegaron, la boca esbozó una vocal más ningún sonido emanó hacia afuera.
Mi mandíbula se detuvo y fueron los pies quienes tomaron las riendas. Avanzaron hacia la puerta, sin propósito, sin rumbo. A veces es necesario simplemente cruzar una habitación, después otra, luego otra hasta llegar al exterior y así, como quien no quiere la cosa, un pie delante del otro, no aminorar la marcha y seguir hasta donde decidan que quieren detenerse.
Y así lo hicieron. Caminaron hasta llegar al sitio donde la conocí. Se detuvieron. Reposaron dos segundos y emprendieron el camino de regreso para que por fin la vocal coartada saliera a la luz junto con otras consonantes. Pero esta vez, su articulación sería otra. Ella ya no era un trapo y yo ya no era un toro.
Porque a veces es necesario simplemente cruzar una puerta y caminar sin rumbo hasta donde nuestros pasos necesiten llegar.