Confundía a los integrantes de The Beatles entre sí, a Charly con Fito, a Luis Miguel con Cristian Castro. Pero habia algo en ella que me volvía loca.
No sabía usar el control remoto. Tocaba todos los botones, desprogramaba todo artefacto electrónico a su alrededor. Pero, por favor, cuanto me gustaba.
Manchaba el techo con salsa de tomate tan sólo al hervir huevos. Y ensuciaba cuatro ollas, dos sartenes y tres vasos sólo para hacer un sándwich. Pero nada de eso impedía que el amor fuera más fuerte.
No retenía ni un número de dos cifras y tenía que repetirle las cosas más de cinco veces para que captara, al menos, la mitad. Pero, mierda, cuánta magia había en sus ojos.
Ponía talco en el piso y pasaba los pies por encima del montón antes de ponerse las zapatillas y el cuarto quedaba blanco y resbaladizo. Pero, carajo, cuánto transmitía su sonrisa.
Me miraba. Con sus ojos grandes clavados en los míos y, sin más, perdía la noción del tiempo. Y, sólo por eso, pude con las confusiones de artistas, su incapacidad tecnológica, la salsa en el techo, su memoria de pez, el talco en el suelo y el desastre entero que significaba su existir. Porque era, ni más ni menos que, mi razón de reír.
Que profunda que sos
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