viernes, 9 de febrero de 2018

Quemarropa

Ese fue el día en que una sonrisa me disparó a quemarropa sin advertencia alguna. Ese fue el día que decidí conservar dentro la bala y contemplar a la autora de aquel siniestro.
Cada pieza radiante perfectamente alineada junto a la otra en un frente de batalla digno de cualquier emperador. La excepción es el lider del flanco izquierdo; rebelde, alerta y sobreprotector ante su compañero al mando del flanco opuesto.
Todo el escuadrón se resguarda en dos arcos con una perfecta curvatura natural que hasta la propia Afrodita podría envidiar. Al tomar distancia unos de otros, en un acto de sincera jovialidad, la verdadera magia se hace presente:
Dos líneas se tensan a cada uno de los lados dando vida a dos pequeños cráteres asemejables a manantiales. El diestro, profundo y perfectamente delineado, el siniestro apenas contorneado. Eso es, a mi suerte, lo que me salva la vida. Ya que si ese hoyuelo se contorneara más, el disparo me hubiese atravesado hasta desangrar.

El primero en abrir los ojos


Por: Andrea Eseiza


–¡Me pegó! ¡Betano me pegó!

Entre llantos, balbuceos y sollozos, Luisito no cesaba de repetir esa frase hasta que llegaba Rosita con el paso acelerado. Entraba a la habitación común del geriátrico, lo miraba, se acercaba hasta Betano y lo increpaba con tono severo. «¡Pero yo no lo toqué!», replicaba él a modo de defensa. Rosita ya lo sabía, pero tenía que montar ese acto para que Luisito logre calmarse.

Cuando sus lágrimas se aplacaban, ella lo acompañaba hasta la habitación para evitar otra trifulca –inexistente– entre ambos. Lo ayudaba a acostarse y, cuando todo estaba listo, le entregaba el látigo para que, aferrado a él, pudiera dormir. No fuera cosa que en el medio de la noche su fiel caballo –que dormía en el ropero junto a la cama– se retobara y tuviera que levantarse a apaciguarlo.

Años antes de pasar sus días en el hogar de ancianos de Ranchos –a 120km de Capital Federal–, Luisito Porcel de Peralta era el primer habitante del pueblo en abrir los ojos antes del alba. Antes que los comerciantes abrieran sus negocios, antes que el más madrugador pusiera la pava en el fuego para los mates de la mañana, antes incluso, de  que los paisanos concluyeran su actividad en el tambo. Se despojaba de la ropa de cama que lo cubría –una frazada apolillada un tanto gastada en los extremos– saltaba hacia el suelo, se calzaba en los pies zapatos unos cuantos números más grandes que su talle y se cubría el torso con un saco cuadrille que caía sobrepasándole las rodillas. Se trasladaba hasta la puerta de la casa, se dirigía hacia el exterior, montaba un palo de escoba de madera y emprendía el trayecto del día hasta el centro.
                                                     

Lindolfo Romano Porcel de Peralta y Magdalena Rizzoli,  se mudaron al pueblo junto con sus dos hijos. Luisito era apenas un bebé –nacido el 14 de julio de 1945– y su hermano Ñato unos años mayor. La madre no podía amamantarlo. Fue Floriana, la vecina de enfrente, quien lo hizo durante su primera infancia. Lindolfo, encargado de estancia en la ciudad de Belgrano, compró algunas propiedades en el pueblo y vivían de rentas. Al pasar los años, descubrieron en Luisito un severo retraso madurativo que derivaría en un trastorno generalizado del desarrollo afectando su psicomotricidad de forma permanente.
                                               
Con casi cincuenta años Luisito alcanzaba, a duras penas, el metro cuarenta de estatura, el cabello era blanco como el algodón, los pómulos pronunciados, la nariz algo curva y el maxilar inferior se apartaba un centímetro más atrás del superior. Las cejas, escasamente pobladas, se le unían en el ceño. Los ojos, reflejaban sus sentimientos como un espejo, las expresiones eran siempre aniñadas y todo le causaba asombro.

El recorrido al galope nunca tomaba el mismo rumbo. Hacía más de cinco kilómetros desde la casa hasta el centro del pueblo y, a partir de ahí, tomaba siempre diferentes rutas. Pasaba por todos los negocios: el Club de Comercio, el Hotel Santalucía, el bar El Lazo, el Club Social,  entre tantos otros. Los comerciantes al verlo pasar, lo corrían hasta alcanzarlo y le regalaban facturas, café o bizcochitos. Dependiendo del clima, a veces le daban prendas de vestir que acababan por quedarle enormes y le sobraba tela por todos lados. Cuando alguien lo saludaba, la sonrisa se desbordaba de los límites de la cara y los ojos se le iluminaban, el gesto de satisfacción se asemejaba al de un niño que en la calesita, había alcanzado la tan ansiada sortija.

De tanto en tanto, los jóvenes del pueblo interrumpían su andar. Lo hacían hablar porque le costaba articular las palabras. Apenas balbuceaba algunas y era difícil comprenderlo. Ellos estallaban de risa, él se enojaba y hacía retroceder su «caballo». Comenzaba a simular cabriolas con él. Se ubicaba de costado montado sobre el palo de escoba y lo aparentaba enojado y fuera de control. Lo castigaba con el látigo –una rama con retazos de trapos atados a uno de sus extremos– hasta que lo estabilizaba. Cuando lograba su cometido, sonreía y se alejaba airoso de los niños.

Al cumplir cinco años, la madre se fue de la casa. Su padre tuvo que hacerse cargo solo de sus dos hijos,  pero no pudo anteponerse al abandono y se dio por vencido hundiéndose en el juego y el alcohol perdiendo, así, las propiedades de la familia. Al poco tiempo se supo que Magdalena había fallecido a causa de una patología cardíaca. A los ocho años,  Luisito tomó una rama y comenzó a «cabalgarla» por el barrio. Se metía por las profundas zanjas buscando a su madre, llamándola durante horas con la esperanza de encontrarla. Cuando tuvo18 años, su hermano Ñato se mudó a Buenos Aires y sólo regresó al pueblo en dos oportunidades.

La casa de los Porcel de Peralta estaba situada en las afueras del pueblo, a escasos metros del Monte Catalina, lugar dueño de decenas de leyendas contadas por los rancheros. Abundaba la vegetación, árboles de todo tipo y las casas del barrio estaban rodeadas por altos, anchos y desprolijos ligustros. La suya particularmente, tenía apenas una entrada que pasaba desapercibida en el medio del verde paisaje. Una tranquera antigua con doce palos de acacia de cada lado y un alambre que la mantenía cerrada. Siguiendo un camino de tierra de unos tres metros se encontraba la entrada a la casa de ladrillos: una puerta de metal oxidada con un vidrio en el lateral izquierdo del largo de la puerta. Alrededor árboles, yuyos, plantas, ninguna flor.

Pasaba todo el día «cabalgando» el palo de escoba, recorriendo el pueblo hasta el anochecer aunque lloviera, tronara o el viento volara su medio de transporte. Cuando oscurecía, emprendía el regreso. Algunas tardes, los vecinos del barrio –de su misma edad– lo esperaban escondidos detrás de los yuyos altos y lo asustaban. A veces, hasta le quitaban a su fiel caballo. Salía llorando, corría hasta la casa e iba directo a la cama sin lograr detener sus lágrimas, se mantenía inmóvil hasta quedarse dormido. Al amanecer, salía de la casa, buscaba alrededor otro palo y emprendía la cabalgata del día.

A los quince años lo enviaron a un centro de menores en Buenos Aires. Allí, dejó de interactuar, dejó de comer y comenzó a comportarse con cierto recelo ante la gente. Su estadía en ese lugar no duró, siquiera, un cambio de estación. Y al poco tiempo volvió a galopar las calles de Ranchos.

–Que alguien llame al hospital y pida una ambulancia.

Una tarde la enfermera Rosita lo encontró cerca de la Shell del pueblo lastimado y sucio. Esto era algo frecuente: «así me pega Porcel», decía mientras estrolaba los puños contra su propia cara en el medio de cualquier calle o en cualquier vereda. Nunca se supo si esas acusaciones eran reales. Luego,  ensuciaba sus pantalones. No controlaba esfínteres. La sangre brotaba de las heridas que los duros golpes abrían y terminaba tendido en el suelo sin poder moverse. Ese día llegó el ambulanciero «Bebe» Wolley.  Rosita envolvió a Luisito en una sábana y lo subió al vehículo. Al llegar al hospital,  sus compañeras  lo bañaron y curaron. Eso se acostumbraba a hacer cada vez que alguien lo encontraba lastimado o sucio por la calle luego del violento episodio. Pasaba unos días en el hospital hasta que mejoraba y el padre lo retiraba. El hecho se repetía al día siguiente o al otro, cuando volvía a las calles. Detenía su galope y comenzaba a golpearse hasta quedar en el suelo y ser asistido por el transeúnte de turno.
                                                       
– «Muió, muió, muió»

Al galope, Luisito informaba la muerte de algún ranchero a viva voz arrastrando el palo de escoba por todo el pueblo. Cuando los familiares y amigos cercanos se reunían en la única casa velatoria para despedir al finado, tarde o temprano escuchaban el chillón sonido del palo en constante contacto con las baldosas de la vereda y luego de la sala. Hacía su aparición con las ropas enormes, se acercaba hasta el ataúd, depositaba en él una flor arrancada de algún cantero y sin emitir otro sonido que no fuese el de la madera contra el suelo, trotaba hasta desaparecer ante los dolientes. 
                                             
Las expresiones aniñadas de Luisito siempre fueron las mismas. Pero su cabello no fue siempre blanco ni los pómulos tan pronunciados. Ésto junto con los surcos en su cara y los intermitentes temblores en sus manos,  fueron obra del paso del tiempo.

Durante la prehistoria, el hombre tenía como principal objetivo la supervivencia. Era extraño vivir más de  treinta años y, quienes lo hacían, eran destinatarios  del logro  divino, considerados brujos o chamanes. En  la cultura egipcia antigua, a pesar del deterioro motor y cognitivo, la persona de avanzada edad, seguía gozando de un gran prestigio  social y representaba la sabiduría y el ejemplo de los más jóvenes. En la Grecia antigua,  se sentaron las bases de lo que es hoy en día nuestra sociedad Occidental. Se afianza el culto al cuerpo y la belleza y el concepto de vejez se transforma en su estética. El mundo moderno trajo la transformación del poder político. Surge el funcionariado y la jubilación. El trabajo pasa a ser la característica más valorada entre la sociedad  y el Estado pasa a ser el responsable de compensar los servicios prestados a la sociedad. Es entonces cuando el cuidado de los ancianos –considerados como tales a partir de los 65 años– que hasta el momento correspondía exclusivamente a la familia, pasa también a ser responsabilidad de los poderes públicos.  Surgen, así,  los geriátricos.

–Treinta y un años estuve ahí. Éramos una familia. Mis compañeras, yo y ellos. Luisito era una criatura. Dos o tres años, más no tenía.

Hoy Rosita rememora sus épocas en el geriátrico del Hospital Campomar mirando el cielo en la puerta de su casa. Menea la cabeza de un lado a otro antes de relatar alguna anécdota con expresión nostálgica. Describe a Luisito como un niño pequeño, inocente y obediente. Y a sus compañeros de residencia: Betano, un hombre de estatura sensiblemente menor a lo normal; Facho, asiduo frecuentador de bares locales. Recuerda a D’arienzo, un hombre de tez morena que rebasaba a Betano por apenas dos centímetros  y caminaba a paso tan rápido como un ratón y al último de ellos que todavía ocupa las sillas del salón común del asilo de ancianos: Mattiuzzo, un caminador compulsivo de las calles rancheras.

En argentina hay unos 800 mil adultos mayores, de acuerdo con las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). De esa cantidad, un 45% se encuentra residiendo en geriátricos públicos o privados.

Actualmente, el geriátrico anexo del Hospital Campomar cuenta con más residentes que en los años de Luisito. Gracias a su cooperadora, reestructuró sus espacios físicos y posee, también, mayores recursos. No es un sitio de aislamiento donde los ancianos son «depositados» sino uno donde son integrados, valorados y se trabaja en conjunto para que no pierdan sus habilidades y tengan una vejez sana y en condiciones óptimas. El personal profesional se renovó, pero tuvo sus primeras prácticas en aquellos años. Gabriela, una enfermera contemporánea, recuerda el pasar de Luisito por el geriátrico: relata que siempre se encontraba aseado, tomaba su medicación a horario y estaba perfectamente alimentado. Nunca pudieron, sin embargo, controlar sus ataques violentos, pero sí podían contenerlos. 

Al pasar los años, Lindolfo Porcel de Peralta quedó internado en el Hospital Campomar con la salud extremadamente deteriorada. Falleció al poco tiempo. Ese fue el hecho que llevó a Servicios Sociales a destinar a Luisito a pasar el resto de sus días en el geriátrico anexo al establecimiento junto a sus compañeros de andanzas Mattiuzzo, D’arienzo, Betano y Facho.

Rosita no tiene reparo alguno al contar las lágrimas derramadas cuando Luisito, aferrado al látigo y su fiel caballo, dio su último suspiro el 21 de abril del 2002. El resto de las enfermeras y compañeros de habitación lloraron su partida. No tuvo despedida, ni velorio. Los feligreses de la parroquia local organizaron con el cura de turno un responso y fue enterrado en el cementerio del pueblo. Un empleado de la Municipalidad cuenta que al pasar los años y no tener rastro de familia, sus restos fueron trasladados al osario y se entremezclaron con otros.

Los habitantes de Ranchos lo recuerdan con una sonrisa en el rostro, un personaje salido de «Billiken» o de un libro de cuentos. Nadie duda en describirlo como un alma libre encerrada en un cuerpo enfermo. Su nombre encierra vivencias, alegrías y tristezas, ternura y desconcierto. «Galopa, Luisito. Galopa que tu sonrisa nunca se borrará y tu recuerdo siempre perdurará», expresa un poeta del pueblo, elevando la vista al cielo.

11-05-17