sábado, 17 de septiembre de 2016

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Sos la《nada》que respondo cuando la gente me descubre con la mirada perdida en el vacío y me pregunta《En qué pensás?》.

martes, 13 de septiembre de 2016

S/T 4

Sin buscarnos nos encontramos.
《De qué valió sufrir?》Pudimos haber pensado.
Pero de no haber sufrido así, no nos hubiéramos encontrado.
En los huecos de nuestra piel hacían nido sus mentiras,
Y desarmándolos con miel, los reemplazamos por la risa.
Qué será de nosotros, no sé. No lo sabe ni el más sabio.
De algo sí puedo dar fe y es que quiero seguir volando. 

Caperucinta Roja

Hace exactamente un mes, en la ciudad de La Plata, una chica llamada Adelina cumplió dieciocho años. Con su pelo negro y sonrisa infinita, destilaba simpatía y confianza a todo aquel que la conocía. Pero su más grande y especial sonrisa la destinaba a la persona más importante para ella: su abuela.
El día de su cumpleaños, fue su abuela quien colaboró con dinero para que sus padres, sobreprotectores de clase media, pudieran regalarle un auto y así agilizar sus caminos cotidianos. Este fue uno más en la lista de regalos que le había hecho a lo largo de su vida desde su primer día en la Tierra. El primero fue una fina cinta roja que ató a su pequeño brazo el día que nació y a medida que crecía fue renovando. Según la creencia popular es contra la envidia, pero su abuela siempre decía que era para protegerla de todos los males que la acecharan. La mamá de Adelina decía que esos eran puros cuentos, que para protegerse debía ser ella quién tomara precauciones y se cuidara. Adelina, sin embargo, siempre hizo oídos sordos a las palabras de su madre y nunca dejó de repartir confianza y simpatía sin tomar ni el más mínimo recaudo.

—Hija, necesito pedirte un favor —le dijo una mañana su madre preocupada.
—Decime, Ma —respondió ella intrigada.
—No es fácil decirte esto, pero tengo que hacerlo: La abuela está enferma y no tiene a nadie allá en Córdoba para cuidarla. Ni tu padre ni yo podemos sacar vacaciones del trabajo y como vos estás un poco más libre necesito pedirte que vayas a cuidarla.
—¡¿Cómo no me dijiste nada antes?! —le preguntó mientras hacía fuerza con todo el cuerpo para no llorar—. Por supuesto que voy. Salgo esta misma madrugada.

Esa tarde Adelina no durmió. Pasó el tiempo preparando sus bolsos y googleando mapas y paradas. Paralelamente, anunciaba su viaje por las redes sociales a sus amigos y pedía consejos sobre qué ropa llevar según el clima.

—@FedeRizzo: @LinaPincha98 ¡Llevate abrigo, dice mi hermano que vive en la capital que hace mucho frio!
—@LinaPincha98: Gracias, @FedeRizzo ¡Preguntale si hay una ruta más rápida y menos transitada que la RN9! ¡Porfa!
—@FedeRizzo: @LinaPincha98 dice Manu que es la más rápida asique andá por esa.


Fiore Stampero: —Li, ¿Qué le pasó a tu abu?
Adelina Brenna: —Está muy enferma y voy a ir a cuidarla porque está sola
Fiore Stampero: —Pero, amiga, con la cantidad de guita que tiene tu abue podría poner un hospital en su propia casa.
Adelina Brenna: —Jaja. No me hagas reir, ella jamás gastaría su capital en eso, no se lo fia ni a los bancos. Además, ¿Qué mejor que esta enfermera que la va a llenar de amor?

La tarde transcurrió entre charlas por el estilo en todas las redes sociales donde Adelina tenía una cuenta. Cuando llegó la noche, mintió a su madre diciendo que había descansado y comenzó a subir los bolsos al baúl del auto.

—Hija, ¿Me hacés el favor de cuidarte?
—Sí, Ma. Sí…
—No me digas que sí como a los locos ¡Siempre igual, vos! No tomás precauciones, ya leí que escribiste a los cuatro vientos que viajas. ¡Ahora todos saben que vos no vas a estar, que cuando nosotros estemos trabajando la casa va a quedar sola! ¡Te puede pasar algo a vos! ¡Hija, hay cosas que no se dicen!
—Tranquila, Ma. No va a pasar nada. Además, sólo lo leyeron mis amigos.
—Claro, «amigos». Algunos sí, ¡pero no todos son tus amigos! ¡Aceptás gente que no sabés ni quienes son!
—¡Ay! ¡Cortala con la paranoia, mami! Si no son mínimo conocidos o amigos de amigos no los acepto. Si tenemos amigos en común está todo bien.
— Sos una inconsciente, Adelina. No vas a entrar en razón nunca. Si pasa algo, te vas a arrepentir.
—Basta, mami. ¿Por qué en vez de despotricar contra lo que no te parece bien no me das un beso, me deseas buen viaje y me abrazás fuerte?
—No puedo con vos —le dijo cambiando su cara de enojo por una sonrisa—. Yo te abrazo todo lo que vos quieras, pero no dejo de preocuparme.
—No tenés que preocuparte por nada. Todo va a estar bien. Salvo si me seguís diciendo el nombre entero. ¡Sabés que no me gusta! Suena a reto.
—Es que, justamente, te estoy retando. Yo no me fio.
—Bueno, no me retes más.
—¡Ah! Tomá —le dijo mientras corría a la cocina y volvía con una canasta—. Llevale esto a la abuela.
—¿Es broma? ¡Parezco «caperucita roja», mamá! Llevándole una canastita a la abuelita que está enferma ¡Metelo en una bolsa!
—Para ser «caperucita» sos bastante soberbia y estás bastante grandecita. Eso sí, tenés la imprudencia suficiente.
—Ja, ja, ja ¡Qué graciosa! —le respondió Adelina con tono burlón.
—A la abuela le encantan las canastas de mimbre, es un detalle hogareño. Hay que mimarla. Además, siempre fuiste su «“caperucinta” roja»
—Bueno, está bien. Dejá de hacer chistes porque sos malísima. Dame que la subo al auto.
—Una cosa más, hija —le dijo agitando su índice y con gesto serio—. No levantes a nadie en la ruta, ¡¿Eh?! ¡Mirá que es muy peligroso y vos sos más buena que la Madre Teresa!
—¿Otra vez lo mismo?
—Bueno, está bien. No te digo más nada. Pero cuidate ¡por favor!

Emprendió viaje, subió a la autopista La Plata - Buenos Aires y le dio play al stereo del auto. Transcurrido un rato, la tarde sin descanso manifestó sus consecuencias y sus ojos comenzaron a entrecerrarse. No tenía chicles, tampoco alguien con quién hablar y la oscuridad de la noche no ayudaba para nada. Preocupada pensó que no era buena idea viajar sola. Necesitaba charla y mate. Como por arte de magia, al pasar un peaje, alumbrado por los faros del auto al rebasarlo, vio a un chico a la vera de la ruta. En sus manos tenía un cartón mediano pintado con letras negras que decía «Alta Gracia». En ese mismo instante pensó en detener la marcha del auto, pero no lo hizo. En su cabeza resonaba la voz de su madre diciendo que no lo hiciera pero pujando con la voz de sus propias ganas que decían que sí. Sin tomar una determinación, comenzó a disminuir la velocidad y, llegado el momento, pisó el freno. Dudó unos instantes detenida en la banquina y dio inició a la marcha atrás. Al verla, el muchacho comenzó a correr en dirección al auto.

—¡Muchas gracias por volver! Hace dos horas que estoy parado en la oscuridad. Pensé que nadie iba a frenar. Sos una salva vidas —dijo Él luego de abrir la puerta.
—¿Vas a Alta Gracia?
—¡Sí! ¿Te queda de paso?
—Así es, voy para Mina Clavero.
—¡Que espectáculo! —exclamó subiéndose al auto del lado del copiloto—. Puedo cebarte mates. Eso sí, a menos que vos tengas, hay que parar a cargar agua. ¡Ah! Por cierto, me llamo  Cristian.

Era lo que ese viaje necesitaba. Él le ofreció su compañía y le señaló la entrada a la estación de servicio más cercana donde cargaron de agua caliente el termo y continuaron su camino. Mientras, entre charla y charla, se iban conociendo.

—Entonces, Ade ¿a qué vas a Mina Clavero? Si se puede saber, por supuesto.
—Primero, es «Lina». «Ade» no me gusta...
—Te entiendo —la interrumpió—. A mi Cristian tampoco me gusta. Mis amigos me dicen «Lobo» porque soy el único tripero entre todos pinchas.
—No, pará. Esto es demasiado ¡Decime que me estás jodiendo!.
—No ¿por qué te estaría haciendo una broma?
—No, no. Dejame explicarte. Mi abuela está enferma y mi vieja me mandó con una canastita, acaba de aparecer el lobo y…

Los dos se descostillaron de risa haciendo broma tras broma sobre la «“caperucinta” roja» hasta que se quedaron sin ideas. Aunque, a lo largo del viaje, una que otra cosa siempre inspiraba un chiste nuevo.

—Bueno, volviendo a la seriedad del asunto. Hace un rato dijiste lo «primero» ¿Y lo «segundo»?
—Lo segundo era eso que me preguntaste e indirectamente con la historia te respondí. Voy a llevarle unas cosas a mi abuela y cuidarla. Está enferma y vive sola.
—¡Uy, cierto, qué mal! ¿Está muy grave? ¿Puede caminar?

Adelina no dejó detalle sin contar como si Cristian, este «lobo», fuera su amigo, alguien de fiar. Tenían un viaje de más de diez horas y no quedó tema sin tocar ni pregunta sin hacer al ritmo de la lista de reproducción que Adelina había armado para su travesía.

A medio camino Lina propuso comer algo en algún parador de viajeros. A los pocos kilómetros divisaron una estación de servicio y se detuvieron. Cuando se sentaron a comer, Él aprovechó para sugerirle que le diga la dirección de su abuela y así explicarle el camino más corto desde la entrada de la ciudad. Un hombre los miraba desde la mesa aledaña. Las charlas continuaron. Ella, como acostumbraba, hacía girar su cinta roja alrededor de su muñeca al hablar y Él la escuchaba atentamente.

—Y otro de los pocos recuerdos que tengo en su casa es el de escaparme a la siesta por la ventana del costado a treparme a los árboles. No me acuerdo casi nada, en realidad. Sólo que volvía, me subía a una maseta, metía la mano por la ventana al lado de la puerta y giraba la llave para entrar porque no podía volver a entrar por la otra ventana. Nadie se enteraba.
—Ah, eras terrible. Pobre tu abuela —acotó—. Deberías dejarte esa cintita en paz, ya prende de un hilo. Se te va a cortar.
—Lo hago siempre, no le va a pasar nada. Respecto a la abuela, ella nunca se enteró, siempre dejó la ventana abierta porque decía que además de la luz también la casa tenía que tener aire. Jamás se imagino que yo…
—Esperá —la interrumpió y susurró—: ¿Podemos seguir la charla en el auto?
—Sí, pero ¿qué pasa? —indagó ella extrañada.
—Ese tipo te está mirando desde hoy y me pone nervioso —le respondió en voz baja mientras se ponía de pie y la tomaba del brazo de forma poco sutil—. Además ya nos detuvimos demasiado tiempo —añadió.

Subieron al auto, Adelina lo encendió y fueron tomando velocidad. Cristian, de vez en cuando, miraba por el parabrisas trasero para asegurarse que ese hombre no los estuviera  siguiendo. Ella comenzó a sentirse segura por tener un feroz lobo protector.

Amanecía ya con paisaje de sierra, Lina entrecerraba los ojos intentando que los rayos del sol saliente no la encandilaran. Su copiloto se percató de la situación y, amablemente, extendió su mano hacia ella sosteniendo sus lentes de sol. Ella le sonrió y los puso sobre su nariz. Avanzado el camino, Lobo bajó el volumen del stereo y giró el cuerpo a la izquierda para dirigirse a ella:

—Estamos por llegar a Alta Gracia ¿Sabés como seguir a tu destino?
—Emm… no estoy segura. Creo que tengo que agarrar la ruta 34.
—Exacto, es el camino más conveniente. Che, ¿vos conoces los paisajes de Mina Clavero?
—Sí, pero no —contestó Adelina pensativa—. Pocos veranos pasé ahí y de muy chiquita. Más recuerdos que los que te conté, no tengo. Generalmente es la abuela la que viaja a vernos o, bueno, viajaba. Y me regalaba piedras hermosas de su lugar. Siempre me gustaron las piedras lindas.
—Bueno, te recomiendo algo sin ánimos de entrometerme en tus obligaciones ¿puedo?
—¡Por supuesto! —contestó ella con esa sonrisa que irradiaba luz.
—Mira, la ruta 34 es hermosa. Vas subiendo por las sierras hasta el punto más alto. Los paisajes son indescriptibles y cuando hace frío, como ahora, hasta quedan restos de nieve. Podés detenerte en los diferentes paradores y contemplar la inmensidad del panorama.
—¡Qué lindo eso que contás!
—Sí, es hermoso. Cuando llegues a Mina Clavero, por lo que me contaste, casi que te obligo a que vayas a su rio, el agua es cristalina y hay piedras hermosas de muchos colores. Podes descansar, juntar algunas y pensar un rato. Insisto, no es de metido, pero tenés que prepararte para ver así a tu abuela y para estar todo el tiempo acompañndola. Una vez que llegues, no vas a poder dejarla y ver cosas como esa porque, por lo que me dijiste, vive bastante lejos de ahí. Creeme, te va a hacer bien.
—Bueno, gracias. Lo voy a tener en cuenta.
—Espero lo hagas —le dijo con una sonrisa encantadora—. Muchas gracias por traerme, estoy en deuda con vos. Adelina Brenna, te voy a agergar a facebook, así no perdemos contacto ¿Figurás así?
—Sí. Sí. Exactamente así, con doble «n».
—Buenísimo, Lina, de nuevo gracias. Que estés bien, un placer haber compartido el viaje con vos, suerte con tu abuela y espero, de corazón, me hagas caso y le hagas un bien a tu alma visitando el rio antes de llegar a su casa. Cuando nos volvamos a ver me contás qué te pareció. Y, de paso, me devolvés los lentes.
—¿Nos vamos a volver a ver? —indagó ella expectante.
—Intuyo que más pronto de lo que creés —dijo entre risas.

Cristian se despidió de ella con un beso, se bajó del auto y comenzó a caminar perdiéndose de vista. Lina encendió el motor, se calzó bien los lentes de sol y se dispuso a seguir su ruta tomando el camino planeado. Se puso algo inquieta al verse de nuevo sola. Pero se tranquilizó pensando que su lobo iba a estar cerca, Él había propuesto agregarla a Facebook y un pronto reencuentro. Asique decidió no preocuparse demasiado.

En el transcurso de la ruta se tentó de parar varias veces. No quería perder tiempo pero tampoco dejar de disfrutar de ciertas cosas. No podía con la ansiedad de ver a su abuela pero se permitió detenerse una vez en el parador donde nace el rio de la ciudad de destino. Se bajó del auto. La brisa que impactó sobre su rostro la hizo sonreír. Se acercó a un pequeño muro al borde de un precipicio y se sentó a contemplar el paisaje. Era simplemente hermoso. Acordó consigo misma estar solamente quince minutos. Y una vez transcurridos -quince, quizás veinte- emprendió viaje nuevamente. Pese a su responsable acto de continuar, iba lo más lento que la ruta le permitía para admirar el paisaje.

Al entrar a la ciudad tomó el teléfono para chequear el mapa. Si bien tenía las indicaciones que su lobo le había dado, tenía que repasar. No pudo evitar notar lo cerca que se encontraba del rio Mina Clavero en ese momento. De hecho levantó la vista y, antes de atravesar el puente, pudo verlo y no se resistió a bajar. La sola idea de recolectar piedras hermosas la llenaba de alegría y el hecho de entregar sus pies al agua cristalina la entusiasmaba mucho.

Sus pies bailaban arrastrados por la corriente y con la fuerza de sus piernas los traía de regreso a la orilla. De tanto en tanto, se paraba a recorrer. Juntaba una piedra, otra y otra para devolver, luego, los pies al agua. Estaba fría para la época, pero no dejaba de ser una sensación hermosa. Sacó un par de fotos y las publicó en sus redes sociales. Estaba feliz por los bellos comentarios que recibían. Luego de unas horas miró a su alrededor, había juntado tantas que no tenía idea como iba a llevarlas de nuevo hasta el auto.

El sol en su cabeza comenzaba a ponerse cada vez más fuerte y fue entones cuando reaccionó que debía haberse pasado la mañana entera en ese hermoso lugar. Intuía que serían más de las doce. Sacó su teléfono y lo confirmó. El tiempo había pasado volando. Después de un par de viajes desde la orilla hasta el auto llevando las piedras en tandas, se dispuso a realizar el último envión hasta la casa de su abuela.

Al llegar, sólo bajó la canasta. Quería abrazar a su abuela y regalarle el detalle de mimbre que su madre le había enviado. No podía dejar de reírse al sentirse «Caperucita». A medida que caminaba hacia la casa, cientos de recuerdos la invadieron. Se aproximó a la puerta y golpeó un par de veces anunciando su llegada.

—¡Buen día! —gritó desde la entrada.
—¿Quién es? —se escuchó desde el interior de la casa.
—Soy yo, tu «Caperucita», abu —dijo fuerte entre risas.
—Pasá, hija. Estoy en el baño y no quiero hacerte esperar —dijo con una voz apagada pero con esfuerzo para que se escuche desde afuera.

Adelina pasó la mano por la ventana y abrió la puerta sonriente. Entró hasta el cuarto de la abuela y miró fija la puerta del baño esperando ansiosa que se abriera para abrazarla.

Al mirar alrededor comenzó a notar cosas extrañas pero sin perder el tono del personaje comenzó a jugar:
—Abuela ¡Qué llave de auto tan moderna tenés! —exclamó con tono aniñado pensando que podría ser de algún vecino que la ayudaba por las mañanas.
—¡Es para ganarte mejor! —respondió su abuela desde el baño.
—Abuela ¡qué GPS tan moderno tenés! —dijo de nuevo sin entender las respuestas pero sosteniendo, aun, la teoría del vecino.
—¡Es para seguirte mejor! —contestó con voz temblorosa.
—Abuela, ¡qué voz tan asustada tenés! —exclamó esta vez con tono serio.
—¡Es para manipularte mejor! —se escuchó un conocido y grueso tono mientras la puerta del baño se abría.

El rostro sonriente de Adelina se transformó en horror. Su boca se abrió con intención de gritar pero no salió de ella sonido alguno. Estaba paralizada.  Vio a su abuela sentada, inmóvil temblando ante el amenazante y frio cañón de un arma que reposaba sobre su sien izquierda. Panorámicamente, sin mover otro músculo más que el ocular, dispuso su vista al encuentro con el creador de tal despiadada escena.

—Adelina, Adelina, Adelina… —le dijo calmo seguido de una risa sínica—. ¿Te das cuenta que hasta me dijiste cómo entrar?

Lina seguía sin poder emitir sonido. Solo observaba como el lobo, su lobo, apuntaba ahora el frio cañón hacia su dirección. Él dio un par de pasos hacia adelante sin mover la mira de su blanco. Cerró la puerta y le dio dos vueltas de llave dejando a la abuela sin escapatoria.
Adelina seguía intentando articular palabras.

—No digas nada si no querés. Ya hablaste más de lo debido. Pero te imaginarás que no vine a buscar mis lentes. Decime dónde está la plata.
—Pero, pero ¿Cómo? ¿Por… por qué? —logró preguntar algo torpe, atónita.
—Ay, nena, nena. Sos tan tonta. ¿Pensas que fue casualidad haberme encontrado en la ruta a esa hora de la noche? No tenes ni idea de lo inconsciente que sos.
—No… no entiendo nada— tartamudeaba ella y seguía preguntándole por qué.
—Hace un año me tenés de amigo en Facebook. No tenías ni idea quién era pero me aceptaste igual. Ni siquiera es mi nombre real, tampoco lo es Cristian, por supuesto. Nunca te presté atención porque tu familia no tiene nada. Hasta que ayer leí que tu abuela materna tenía toda esta guita. La investigué ¿Sabés? Lo único que tuve que hacer fue pararme ahí y esperar a que pases. Podía fallar, por supuesto, pero me arriesgué. El resto, lo hiciste vos, no dejaste ni una duda sin contestar. Y, cuando vi tus fotos en el rio, confirmé que habías caído y sólo me restó conseguir un auto para llegar antes que vos.

Ella seguía sin saber cómo reaccionar. Llevó su mano a su muñeca izquierda para tocar su cinta roja pero, para su sorpresa, no estaba.

—Podría estar toda la tarde detallando lo tonta e imprudente que fuiste mientras vos te quedás ahí catatónica. Pero no tengo tiempo que perder. Dale ¡Decime dónde está la plata!
—¡No sé!
—¡No te hagas la viva! —decía elevando cada vez más el tono.
—¡Te juro que no sé donde guarda la plata! —gritaba ella.
—¡No me mientas!
—¡Hay plata en el plcard! ¡No le hagas nada a mi nieta! —gritaba desde el baño la abuela mientras golpeaba con su escasa fuerza la puerta con los puños.

El feroz delincuente se volteó a revisar el armario sin dejar de apuntar a Adelina. Al no encontrar lo que buscaba continuó gritando.

— ¡No me mientan porque son boleta!
—¡Está ahí, no te estoy mientiendo! —juraba la abuela vociferando detrás de la puerta.
—¡No hagas nada, por favor! ¡Te vamos a dar lo que quieras! ¡No nos lastimes! —gritaba Adelina ya con sus cuerdas vocales controladas.
—¡Acá no hay nada! ¡Me mintieron! —dijo dándose vuelta y caminando hacia Lina.

La tomó por la fuerza del brazo y posó el cañón del arma sobre su barbilla. Los gritos no cesaban. De repente se escuchó un golpe, un disparo, un grito de horror de la abuela.

Inesperadamente, el lobo cayó sobre los pies de Adelina, y un hombre entró corriendo por la puerta de la habitación.

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre mirándola a los ojos.
—C.. creo que sí —respondió ella aun temblando—. ¿Vos sos…?
—Sí —respondió Él sin dejarla terminar.

Luego de asegurarse que Adelina estuviera bien, el hombre caminó por encima del lobo para liberar a la abuela. Lina corrió a abrazarla. Juntos la llevaron a la cama y la asistieron hasta que recuperó el aliento. Adelina no dejaba de mirar a su salvador y, paralelamente, al lobo inmóvil en el piso.

—¿Está muerto? —preguntó ella con temor.
—No, sólo está dormido. Me dedico a controlar a los pumas de la sierra, le disparé un tranqulizante.
—Pero ¿y el ruido de disparo?
—Fue Él —dijo señalando un agujero de bala en el techo.
—¿Qué hacés acá? —indagó aun más intrigada.
—Vine a traerte esto —dijo sacando algo de su bolsillo y extendiendo su mano con el puño cerrado.
—¡Mi cintita! —dijo ella queriendo dibujar en su rostro una sonrisa.
—Cuando te vi en esa mesa me llamaste la atención. Cuando se fueron y éste animal te llevó así, del brazo, me pareció raro. Y más después de escuchar cosas de gente que recién se conoce. Me paré para seguirlos pero ya se habían ido. Cuando volví a mi mesa vi en el piso la cinta con la que jugabas y la levanté. Esa situación me dio vueltas en la cabeza toda la noche y como había escuchado la dirección, me decidí a venir.
—No tengo palabras para agradecerte —le contestó asombrada y con una sonrisa ya delineada.
—Me alegro haberle hecho caso a mi instinto de cazador— respondió Él.

Luego de los policías desfilando por el cuarto de su abuela, cuando todo estuvo calmo, Adelina llamó a sus padres.

—Perdoname, mamá. Tenías razón ¡fui una inconsciente!
—Tranquila, hija —se escuchó del otro lado del teléfono—. Ustedes están bien y eso es lo que importa.
—¿Sólo eso? ¿Nada de «Adelina tal cosa»?
—Nada. No voy a decirte nada. Creo que con lo que pasó, tuviste escarmiento suficiente.
—Te juro que sí. No voy a volver a ignorar tus consejos nunca más.

A los pocos días volvió a entrar a sus redes sociales. Eliminó a todo aquel que realmente no conocía y decidió compartir un poco menos lo personal de la vida.

Hace exactamente un mes, una chica llamada Adelina cumplió dieciocho años. Su regalo más preciado no fue un auto, sino una lección que jamás olvidaría.

Fundir

¿Y si existiera un punto en el cosmos en donde mi insomnio y tu sueño se fundieran para siempre en un mismo ser?

lunes, 12 de septiembre de 2016

V/T

Miro hacia atrás.
Donde las sombras se esconden,
donde tu risa hace eco.

Busco una llama, una chispa.
La prendo. Te veo, la apago.

Te extraño.
Te odio.
Te siento.
Te amo.
Te odio.

Tus manos.
Tu cuerpo.
Tu piel.
Tus ojos.

El calor.
El frío.
La humedad.
La sequía.

Amor.
Rencor.
Aceptación.
Duelo.
Llanto.
Risas.
Llanto.
Melancolía.

Te odio.
Te amo.
Te odio.
Te siento.
No, no siento.
Ya no siento.



jueves, 1 de septiembre de 2016

Crónicas a la luz de la luna - Autobiografía Lectora

—Abu ¿Qué es ese agujerito en el cielo? —indagué con el índice derecho extendido en dirección al cielo una noche de verano con apenas dos años recientemente cumplidos.
— ¿Ese? —se extrañó ella sonriente al tiempo que ponía su índice paralelo al mío en esa misma dirección—, es la luna.

Fue entonces cuando lo supe. No podría explicar cómo -después de todo, a esa edad, no podía explicar nada- pero, de alguna forma, lo supe: ese agujero en el cielo,esa luna, sería la principal responsable de los primeros versos que saldrían de mi boca y las primeras palabras de amor que inconscientemente escribiría en mi adolescencia. También, un profundo dolor tendría responsabilidad de esa parte de mí. Pero no quiero adelantarme, mucho pasaría antes de que se me ocurriese escribir. Para ser precisa, primero la vida me hizo leer y, aun antes de eso, escuchar.

                                                                                  ***

El cerebro humano, extraño en la totalidad de su circuito, estudiado a lo largo de la historia por un sinfín de disciplinas es, aun así, impredecible siempre. Y, si bien en ciertos aspectos todos los cerebros reaccionan en formas similares, cada uno de ellos es dueño de algo único: La creatividad. En relación a la adquisición de la lectura y la escritura se han identificado diferentes etapas que van desde la más temprana infancia con la identificación de logos -«logográfica»- como el de Coca-Cola o McDonald´s, pasando por la «alfabética» donde se unen sílabas para leer palabras en la niñez, por otra donde el niño logra esto de manera más clara -«ortográfica»- hasta la etapa fluida donde todo el conocimiento se pone en juego correctamente -llamada «fluida-expresiva»-. Todo esto, al menos, según hombres y mujeres que se dedicaron a estudiar y catalogar estos momentos de la vida de una persona.

Lo que relataré ahora no es científico o, al menos, no en su totalidad. Es una teoría propia con comprobación empírica, pero no lo suficientemente fuerte como para investigar al respecto. Simplemente es algo que me acompaña en la vida y me gusta creer: Mamá siempre fue una lectora empedernida –sobre todo a la hora de dormir-. Fiel a los libros por influencia de su padre pasó a lo largo de su vida por diferentes géneros y estilos literarios. Allá por el verano de 1991, cuando fui concebida, los autores de turno en su mesa de luz eran el rey del terror, oriundo de Portland, Stephen King y la neoyorkina Mary Higgins Clark -una señora muy elegante y prolija con apariencia de abuela bonachona que pasa sus horas horneando galletitas para sus nietos-.

El quid de la cuestión es que mamá leía en voz alta. Y el de mi teoría es que, aproximadamente a las 25 semanas de gestación -tiempo en el que se desarrolla el oído según la ciencia-, yo era un pequeño feto en su vientre, flotando pacíficamente en líquido amniótico escuchando -aunque muy amortiguados- esos relatos de la mano de su voz.
Mi argumento más fuerte es que, al nacer, su voz emitiendo esos mismos relatos me calmaba. Intuyo, era un sonido ameno y conocido. La única explicación es esa. No es que pueda probarlo pero, como aclaré, me gusta creerlo.

Siguiendo este pensamiento, dudo que alguna vez haya leído It, la obra de terror por excelencia de King. Y sostengo esto por dos motivos; el primero es que no es una mujer que disfrute leer terror -sino más bien suspenso- y;  el segundo -con ánimos de reírme de mi propia teoría- es que los payasos no me asustan, de hecho me parecen personajes intrigantes, lingüísticamente polisémicos, multifacéticos y hasta -en ocasiones- me resultan simpáticos.
A lo largo de lo que fue mi gestación, mientras se desarrollaban -a la par de mi oído- el resto de mis sentidos junto con cada parte de mi cuerpo, nacía también dentro de mi cabeza una dolencia que sería mi cruz, mi compañera -indeseada- de vida, mi concubina de cuerpo, tan parte de mí como mis manos y mis ojos: la migraña.
                                                                             
                                                                               ***

Siete meses después de los episodios en el vientre, pasé al rango de «bebé del mundo exterior». Mamá jamás dejó de leerme en voz alta. Papá, por el contrario, rara vez me leía. Él me cantaba o, mejor dicho, me recitaba. Deleitaba mis oídos con fragmentos de poemas, canciones y poesías que sabía de memoria -hasta por ahí nomás, por eso eran fragmentos-. Puedo destacar hermosas cualidades de su persona. Lamentablemente, su buena memoria no es una de ellas. Generalmente era a la hora de dormir. Se acostaba con mi hermana y conmigo y comenzaba su repertorio. En esa época, lo hacía más por mí que por mi hermana  porque ella es más grande y había tenido ya sus privilegios de hija única antes de mi llegada.

La grilla de su recital de dormitorio comenzaba por lo que -de más grande supe- era un fragmento de «La orilla blanca, la orilla negra» de Alberto Testa y Eros Sciorilli. Tengo que ser honesta y decir que soy generosa al decir «fragmento», porque sólo entonaba la primera frase y, el resto, eran silbidos. Luego pasaba por un par de otras estrofas y versos -un tanto más extensos- de diferentes escritos. Yo lo escuchaba, pero esperaba impaciente el anteúltimo: «Romance en celeste y blanco» de Rimoldi Fraga. No era, siquiera, el inicio de la canción. Él empezaba por la cuarta estrofa, que era un diálogo entre un militar de alto rango y un niño que deseaba con todas sus fuerzas ser soldado de la patria en el 1800. Papá se ponía en personaje y cuando hablaba el general, engrosaba la voz imponiendo autoridad y, cuando hablaba el niño, enternecía el tono con un dejo de timidez. Sus dos primeras líneas decían lo siguiente:

«–Con su permiso, Señor.
   –Pasá, Muchacho».

Cuando tuve la edad suficiente, a eso de los cinco años, esperaba impaciente que llegue esa parte del repertorio de papá para involucrarme en el relato -algo que ya se nos había vuelto rutina- . Cuando él afinaba su voz para decir: «Con su permiso, Señor», yo preparaba la mía y, con el tono de un niño que pretende ser adulto, intentando darle un tinte grave, llegado mi turno, decía con gesto serio: «pasá, “mutato”». El se reía, con una mirada tierna y cálida muy característica de su persona.

Si todavía estaba muy despierta cuando llegaba el fin de su show habitual, continuaba recitándome cosas. A veces, le pedía cuentos. Cuentos que, por supuesto, no se acordaba. Otras, uno que otro que me había inventado la noche anterior, pero tampoco tenían éxito porque no lograba traerlos a su memoria y terminaba siendo yo quien se los relataba a Él. A veces incursionaba en otras canciones. Dudo sea necesario aclarar que, el señorito, mezclaba las estrofas. Siempre lo denominé un «des-compositor» de canciones. Cuando cantaba invertía las palabras y decía que la pobre «Oma» tenía los ojos de barro y vivía en un rancho azul, sólo por dar un ejemplo de tantos.
De vez en cuando se entre dormía pero no dejaba de estar atento ni de continuar sus versos hasta que me notaba somnolienta y finalizaba el concierto paternal silbándome marchas patrias muy despacio hasta que lograba hacerme dormir. Debo confesar que eso nunca fue tarea fácil. Después de todo, sospecho que debe ser casi imposible hacer dormir a una nena de cinco años con una cefalea crónica con el mismo grado de dolor que la de un adulto con resaca después de pasarse -mucho- de copas. Mi papá, por medio de las palabras y su paciencia, lo lograba.
                                                                                   ***
– ¡Ya sabe la hora! ¡Y hasta lee! –le dijo emocionada mi maestra de primer grado a mi mamá cuando me fue a buscar a la salida del colegio el primer día de clases­.

Y, sí. Puedo decir, sin ánimos de vanagloriarme pero sí con orgullo, que así era. Y eso no fue nada más y nada menos que la influencia del papá de mi mamá, el que nos regaló a ella, a mi hermana y a mí el interés por la lectura. Mi abuelo, mi segundo papá, mi compañero de vida, mi maestro, mi mentor, el hombre de mi vida.
Italiano, culto, con muchos veranos en la piel y el conocimiento -a mis ojos- de un sabio de la Grecia antigua. «Mi abuelo es un libro abierto» solía decirle a la gente cuando hablaba de Él. Tez blanca, cabello en sintonía con su piel, cejas pobladas, ojos claros como el día y anteojos de marco grueso, negro como la noche. Así era cuando lo conocí, así fue siempre, así es como lo recuerdo.

Fanático de los libros, de la lectura, de las historias. Aficionado, también, de incentivarnos a aprender. A mis 4 años, con un «reloj con carita» recortado de la revista infantil  Anteojito, me enseñó la hora. Era un círculo de cartón fino blanco del tamaño de un plato. A su alrededor, números negros del 1 al 12. Tenía dibujado unos ojos en la parte superior y situado en el centro poseía un broche dorado para expedientes con una arandela por detrás. Su función -además de simular la nariz- era hacer que giren sobre su propio eje dos flechas rojas -una más corta que la otra- con forma de manos que apuntaban a los números. Él movía las agujas, me decía qué hora marcaban y, después de varios ejemplos dividiendo la circunferencia en cuatro partes hacía lo mismo sólo que, entonces, me preguntaba qué hora había fijado.

Así, con sus técnicas, no sólo aprendí la hora sino también a leer. Me mostraba las letras y salíamos a caminar después de almorzar. Entonces, iba pidiéndome que le leyera los carteles de los negocios –le di la bienvenida ahí a la etapa alfabética, a la fonológica-. Íbamos por las calles del pueblo de la mano. Él escuchaba atentamente mi intento por unir sílabas y lograr leer las palabras y yo lo veía inflarse de orgullo cuando lograba leer de corrido.

En esas caminatas por las calles de Ranchos -pueblo tranquilo y un tanto rural ubicado a unos 120 kilómetros de Capital Federal y a unos 80 kilómetros de La Plata- me colmaba de historias sobre su pasado, el de mi abuela, el de mi mamá, el de mi hermana o el mío. También, por qué no, sobre el de nuestra familia. Mayormente eran de su infancia en su pueblo de origen, Vanzaghello -ubicado en la  provincia de Milán, región de Lombardía-, o de nuestro pueblo: las casas que había antes de esas que estábamos viendo al pasar, la gente que en ellas vivía, los maestros que había tenido, los barberos, los herreros, los tenderos..
A pesar de mi más temprana niñez escuchando los relatos de mis padres, entiendo esta etapa como la más fuerte de mi «yo, oyente».

De vez en cuando, en el medio del castellano de las historias, se le escapaba un italiano desgastado. Con ese mismo idioma me decía al volver a su casa -a eso de las tres de la tarde- que era hora de la siesta y se iba a dormir. Yo simulaba acostarme en la pieza del fondo de su casa, donde tenía la cama pero, en realidad, me escabullía sigilosamente hasta su biblioteca a buscar enciclopedias y mapas para investigar sobre todos los lugares y todas las historias de las que me había hablado en nuestra travesía de la tarde. Por supuesto, no me era muy fácil encontrarlo porque escasamente podía leer de corrido. Pero mi esfuerzo era tal, que casi siempre lo encontraba.

Ya tenía todo fríamente calculado: los abuelos se acostaban alrededor de las tres y cuarto de la tarde y contaba con una vuelta de reloj, hasta las cuatro y cuarto, para investigar. A esa hora, volvía rápido a la cama del cuarto del fondo y me tapaba. Agudizaba el oído y, exactamente a las cuatro y diecisiete minutos, escuchaba el sonido de los pies de la abuela intentando calzarse las pantuflas, sentada en la cama. Después sus pasos sin prisa por el comedor en dirección a la cocina, luego el sonido de la grifería al abrirse, el agua -que de ella emergía- llenando la pava. Acto seguido un ruido seco del fósforo chocando con la raspa lateral de su caja y prendiendo, en su trayecto, la hornalla. La llamarada al encenderse el fuego, el metal de la pava chocando con la parrilla de la cocina y los pasos lentos de la abuela cada vez más cerca hasta terminar al lado de mi cama. Se inclinaba por la cintura en la cabecera, me corría el pelo y me despertaba con un beso en la frente. Al menos, eso era lo que ella creía y yo dejaba que así fuera. Para ella la siesta era sagrada. Para mí lo era aprender. No me costaba nada hacer el teatro de remolona, como si me fuera difícil despertarme y, luego de mi actuación, íbamos a llevarle mate a la cama al abuelo. Cuando nos sentábamos a matear luego de un rato, la abuela miraba sus programas en la televisión mientras el abuelo y yo escuchábamos bajito en su radio algo mágico, hermoso, dulcemente triste, gris y desgarrador, el ritmo del 2x4: el tango. Una de las que sería, al crecer, pasión entre mis pasiones.

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En mi cumpleaños número seis, aprovechando mi naciente interés por la música, papá me hizo un regalo. Recuerdo que me despertó temprano a la mañana con una sonrisa en la cara. Posó sobre mi cama un estuche grande, marrón y un tanto pesado. Me quedé quieta un instante sin entender mucho qué era lo que estaba pasando. Cuando reaccioné qué día era y noté su emoción, me despabilé, me estiré y lo abrí.
Ahí estaba, hermosa, radiante, lustrada, brillosa, con un bello cuerpo tallado a mano: una guitarra. Nunca había querido una, no entendía muy bien por qué la había dejado a mis pies. Le agradecí y, sin ánimos de romperle el corazón, la archivé en el placard y seguí durmiendo.
Mi entusiasmo en ese momento estaba lejos de las cuerdas. En ese tiempo mis dedos se dedicaban a las teclas, estaba aprendiendo piano. Asistí a unas cinco o seis clases y me aburrí. Siempre fui muy autodidacta y, para ser franca, tocar la escala de «do a do» me resultaba extremada y agónicamente espantoso. No sería sino años después que ese entusiasmo se revirtiera y mi relación con la música cambiara radicalmente. Pero, respecto a este tema, tampoco quiero adelantarme.
En cuanto al desempeño en las etapas de adquisición lecto-escritora estaba avanzando bastante y continuó mejorando con el correr de los años. Mi cuarto grado en el colegio transcurría bastante bien hasta que mi señorita, Gladys, nos pidió que escribiéramos una historia corta en base a hechos de la vida real de algún prócer de la historia argentina que conociéramos. En ese momento estaba aprendiendo el Himno a Sarmiento. No sé muy bien por qué pero me gustaban las marchas e himnos patrios -digo que no lo sé, pero al decirlo me resuenan los silbidos de papá en el oído-. En esa época, no había desarrollado todavía la antipatía que hoy tengo por Sarmiento, asique mi elección fue su vida. Escribí una carilla y, en ella, me traicionó eso único y particular que tiene cada cerebro, la creatividad. Una creatividad a raíz de uno de mis rasgos más característicos de todos los tiempos: ser despistada.

–Andrea –me dijo la señorita luego de corregirlo acercándose a mi pupitre–, ¿Me podes decir de dónde sacaste la información para escribir esto?: «Ya muy enfermo en Paraguay, Sarmiento dejó su espada, su pluma y su palabra a su hija Laura quien lo trajo de nuevo a Buenos Aires para poder llevarlo al cementerio cuando se murió. Laura estaba muy triste».
–Del Himno a Sarmiento, Seño –le contesté muy segura.
–Eso es imposible, estás confundida ¡¿En qué parte dice que tuvo una hija que se llamaba Laura?!
La miré casi desconcertada de su pobre y limitado intelecto, puse cara de tener la verdad absoluta y le empecé a cantar:
–«¡Gloria y loooor! ¡Honra sin par para el graaaaande entre los graaaaaandes. Padre de Laura, Sarmiento inmortal! ».
La señorita Gladys empezó a reír a carcajadas. Recuerdo que nadie entendía nada –yo incuida-, pero todos se tentaron porque no podía parar de reír y era muy contagioso. Cuando, por fin logró ganarle al ataque de risa y articular palabras sin ahogarse en el intento, me explicó que lo que realmente decía el himno no era «Laura» sino «aula» y que ese era un término más formal del que nosotros usábamos que era «salón». Ese momento quedó grabado en mi memoria y, seguramente, en la suya. Todavía no sabía escribir grandes coherencias ni había intentado hacerlo nunca, pero podría decir que no fue una gran experiencia. Aunque confieso, sí fue una de las más graciosas de mi infancia académica.
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Puedo afirmar que mi «yo lector» tuvo su apogeo al cumplir mi década de vida. Fue entonces cuando me topé con mis primeras lecturas «fuertes», mis primeros libros «de verdad». Recuerdo que el segundo fue Mi planta de naranja-lima de José Mauro Vasconcelos. Mientras lo leía era una criatura de diez años llorando por la cruda y triste historia -perfectamente lograda en cuanto a lo narrativo- de otra criatura un tanto más chica. Debo confesar que, al releerlo años más tarde, el libro me arrancó las lágrimas con mucha más facilidad.

Relaté primeramente mi experiencia con el segundo porque fue uno más acorde a mi edad. Resulta que el primero era uno que en su ficha técnica –la cual, por supuesto leí muchos años después- dice explícitamente «Edad recomendada para su lectura: Adultos». En ese momento, no lo sabía aunque debí suponerlo cuando durante un pijama party de mi hermana, una de sus amigas me preguntó qué estaba leyendo. Le contesté que era Carrie de Stephen King pero que no lo estaba leyendo sino en camino a devolverlo a la biblioteca de la casa porque lo había terminado. Me arrebató el libro. Su cara de asombro y horror a la vez me asustaron un poco. De repente pude ver con mayor claridad las caras de los asistentes de la graduación del libro cuando vieron los poderes de la protagonista, porque era similar a la descripta por su autor. Sus únicas palabras fueron: «Este no es un libro para vos. Sos muy chiquita» y no me lo devolvió. Sospecho que se lo llevó, con quejas, a mi mamá o a mi hermana. No entendí por qué sino hasta años después tras otra de mis re-lecturas de la obra. Es, definitivamente, un libro para adultos. Me pregunto hasta el día de hoy, qué habré entendido de todo eso. Intentando dar respuesta a esa pregunta:  calculo que ni un cuarto de libro. Pero seguro, lo suficiente según las competencias socio-culturales que había adquirido hasta el momento.
Muchas lecturas pasaron, una tras otra, por el constante movimiento lineal de mis pupilas, de izquierda a derecha, devorando líneas de texto cual carro de máquina de escribir en plena acción. Todas esas líneas de texto se encontraban dentro de libros que residían en la biblioteca de mi casa. Esa biblioteca, hecha por mi abuelo, estaba poblada no sólo por cientos de libros sino, también, por diarios y revistas. Todos esos libros pasaron por mis manos y, a esa edad, juraba conocerlos a todos. Pero, una tarde de abril, descubrí que no era así, había uno que me era total y completamente desconocido.

Los sábados, mi hermana y yo limpiábamos nuestro cuarto. Esa tarde terminé antes. No sabía muy bien qué hacer por lo que me puse a limpiar la biblioteca y acomodar los libros. Pequeña obsesión que había heredado de mi línea materna: los libros tenían que cuidarse, respetarse y mantenerse en buen estado. Entonces, eso hice. Saqué libro por libro, los repasé con un plumero y los acomodé por género. Fue cuando mi limpieza se abocaba al estante más alto de la biblioteca ya vacía, trepada a una silla que, entre la pared y el estante, trabado en el medio, había un libro. Me costó sacarlo de su prisión pero, forcejeando, logré rescatarlo. Extrañada, pasé de estar parada en la silla a estar sentada en ella en cuestión de segundos. Lo centré en mis manos y lo observé con detenimiento: Era un libro casero, hojas tamaño oficio cubiertas por dos cartones duros que cumplían el rol de tapas. Todo lo anterior, perforado en la parte izquierda, al medio y atado con un cordón. No hallé información en su cubierta. Sólo predominaba el color marrón claro -algo manchado- del cartón. Tomé un extremo y lo abrí. No era muy estable pero, quien fuese su encuadernador, había tomado la precaución de pegar una hoja entre el cartón y la página que en cualquier otro libro, sería la de cortesía. Podría decir que era una página de guarda que lograba que el «libro» quedara bien sujeto. El mismo proceder, había tenido esta persona uniendo la última página con la parte interna de la contratapa.

Las hojas, amarillentas por el paso del tiempo, estaban escritas a máquina. Contaba con una suerte de «portadilla». Ésta, tenía una inscripción que decía: «Harriet, la espía» y, un tanto más abajo, podía leerse: «escrita por Louise Fitzhugh». Ahí mismo, en esa silla, comencé a leer.
Contaba la historia de una nena de once años que decía ser la espía más joven del planeta. Su sueño era ser escritora y se dedicaba a espiar a sus amigos y vecinos anotando todo en un cuaderno especial. Tenía una ruta de espionaje y la realizaba a diario, junto con otros tantos hábitos y vínculos. El más especial era con su niñera, quien la apoyaba en todas sus aventuras.

No me costó nada identificarme con el personaje. Mi relación con mi niñera era hermosa, con un tinte de complicidad cotidiano y, voy a llamarlo casualidad, me habían regalado hacía poco unos largavistas -como los que usaba Harriet- para el día del amigo. Mis ocultas ganas de escribir salieron a la luz. Había tenido intentos de hacerlo antes pero nunca había pensado en que era eso a lo que quería dedicarme.
Devoré el libo en menos de dos días. Esa tarde merendé leyendo, cené leyendo, me acosté leyendo y la misma rutina realicé al día siguiente. Cuando lo terminé, agarré un cuaderno y, sin dudarlo, comencé mi intento de «espía anótalo-todo».

Me levantaba todos los días alrededor de las ocho de la mañana cuando llegaba mi niñera, desayunaba y procedía a posicionarme en lugares estratégicos de las ventanas para chequear los movimientos de mis vecinos. Tuve la suerte de que mi casa estaba justo en una esquina y tenía seis familias a la vista. Los que estaban sobre la cuadra de la parte lateral de la casa, justo en frente de la ventana del cuarto de mamá eran los vecinos que más quería -al día de hoy los quiero- pero no estaban casi nunca así que jamás me centré en ellos. Quienes realmente ponían condimento a mis mañanas eran los de enfrente: un matrimonio relativamente joven. Peleaban todo el día y, aun a mis diez años, sabía que estaban postergando lo inevitable: un divorcio seguro.
«20-08-2002: Gente rara, los Ithurbide. Hoy a la mañana discutieron a los gritos, como de costumbre, y él se fue enojadísimo golpeando la puerta tan fuerte detrás suyo que casi la vuelve giratoria. Mi gata saltó del sillón del susto y Bertha, la señora de al lado de su casa, soltó las bolsas de mandados que traía por la vereda y se quedó helada como si estuviese jugando al “cigarrillo 43”. Fue muy gracioso». Esa era una de las tantas anotaciones de uno de los diez cuadernos que llegué a llenar. Al contrario de la protagonista del libro, eso no era un secreto. Dejaba mi libro de turno en cualquier lado y mis papás se divertían como locos leyendo lo que había escrito. Viéndolo ahora, me doy cuenta que ni Harriet ni yo éramos espías jóvenes. Éramos jóvenes, sí, pero jóvenes stalkers. Ese fue el principio y casi fin de un intento de «yo espía» que terminó por frustrarme y aburrirme. Sin embargo, de una cosa puedo hacer alarde: los Ithurbide, se divorciaron tres años más tarde.

Puedo decir que la etapa «alfabética» estaba ya interiorizada y mi «yo escritor» asomaba un poco la nariz a la superficie de la vida. Sin embargo, no me dedicaba sólo a los vecinos. Por la noche, antes de ir a dormir, me ponía en la ventana del que era mi cuarto, justo en la esquina de la casa y destapaba los lentes de mi largavistas  para espiarla a ella, a mi agujero en el cielo. La «espiaba». Después de todo, no sabía si ella era consciente de que la estaba observando. Anotaba en mi cuaderno especial qué tan brillante la veía, qué formas podía distinguir en ella y qué estado de ánimo tenía -porque era una convencida de que la luna tenía cara y esa cara no era siempre la misma-.

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 A lo largo de mi adolescencia tuve una breve etapa de poeta. Después de leer y leer acerca de la luna, sobre su suelo, su atmósfera y todas sus características que la componen como astro, noté que esa parte no me interesaba. No me importaba qué era, qué circunferencia tenía ni cuál era su función para con este planeta. Me interesaba qué tan grande la veía yo cada uno de mis días, que cara veía al observarla y la sensación que me generaba su existencia. Contemplarla era, para mí, lo más cerca a la paz que había estado jamás. Entonces, esa locura, me llevó a tomar una lapicera y escribir un par de versos. En todos expresaba, en forma de prosa, lo que ella me generaba. Mi fase de poeta duró casi lo mismo que la de una crisálida en ese estado: de 15 a 20 días. No recuerdo, para ser franca, a ciencia cierta.

Ya teniendo trece años, el dolor de cabeza se tornaba más y más insoportable. Ya no era una nena, tenía responsabilidades y me hacía cada vez más cargo de mi misma. Como un escape a eso, además de dedicarle algún que otro escrito lleno de ira, me enfoqué en la música. Seguía tocando el piano aunque no con tanta frecuencia. Una noche, casi sin querer, terminé cenando en lo de unos amigos de la familia. El novio de una de las hijas estaba tocando la guitarra afuera con un par de chicos y me senté con ellos. No puedo explicar lo que sentí, sólo recuerdo que volví a casa corriendo y desempolvé la guitarra del placard.  Estaba más desafinada que el órgano  de una iglesia abandonada, sonaba muy mal, pero puse los dedos en las cuerdas y empecé a hacer sonar mis primeros punteos. Al tiempo, con práctica -y después de que un amigo de papá la afinara- mejoré abismalmente. Cuando tuve noción de acordes, gracias a un libro de principiantes que me prestó mi padrino, me animé a largar, de a poco, la voz. Mis inicios fueron con dos canciones de nuestro folklore. La primera fue «Tonada de un viejo amor» y, la segunda -sin ánimos de sorprender a nadie con la innovación- fue «Luna cautiva».

El primero en escuchar el producto final de esas prácticas fue mi papá y, posteriormente, mi primer novio. Jamás voy a olvidar la expresión en el rostro de papá, demostrando un amor puro y sincero. Se debía a que siempre quiso ser artista, siempre quiso cantar y tocar la guitarra y su hija lo estaba haciendo. Se sintió realizado. Desde ese entonces me dediqué a la música. Por lo que dicen, soy bastante buena y todo el mundo adula mi voz «dulce y movilizante». Digan lo que digan, para mí nunca va a ser suficiente porque siempre quise tener la voz rasposa de los cantantes de ese tango que tanto amo.

Sin darme cuenta de lo que estaba por hacer, puse música a esas poesías y entendí que, en ese formato me gustaba un poco más. Desde entonces empecé a componer. La primera canción fue para mi abuelo, la segunda –y me arriesgo a sorprender-: para la luna y así fueron pasando familiares y relaciones hasta componerle una a mi propia guitarra, quien me estaba convirtiendo en alguien que me gustaba ser. Esas letras jamás vieron ni, sostengo, verán la luz. Son muy privadas, muy mías y están perfectamente bien donde están. En mi cabeza, siendo mi escape en momentos de crisis; de crisis de dolor.

 
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Casi terminando el secundario mi «nerdismo» afloró de nuevo y comencé a leer y escribir a la par, solidificando la ya superada fase «fluida-expresiva». Mis lecturas iban desde ciencia y naturaleza hasta literatura de antaño. Y mis escritos pasaban desde lo más externo a lo más personal. Leyendo ambos, no pude evitar notar que, aunque escribiese ficción, muchas de mis propias vivencias se plasmaban en mis escritos. Un tanto tergiversadas, un miedo por otro, un deseo por otro y hasta incluso partes de mí que ni siquiera había explorado.

Fue entonces cuando comencé, obsesionada con este hallazgo, la práctica de analizar la vida y obra del autor y el contexto donde todo lo que mis ojos leían y mi mente procesaba había sido creado. Este experimento surgió cuando iba por la mitad de Oliver Twist de Charles Dickens. El hecho de leer la biografía de Dickens fue el único disparador que necesitó mi cerebro para atar cabo tras cabo de la historia. Oliver, huérfano como Dickens. Diferentes historias pero cada parte de su vida se plasma en la del pequeño. Revolución industrial, Dickens se vio forzado en su soledad a trabajar en una fábrica de betún así como Twist tuvo que ganarse la vida trabajando de lo que pudo. Cada personaje se asemeja a uno de la vida real del autor. Mi mente estaba por explotar. Mil coincidencias no tan casuales. Para nada casuales, de hecho.

Desde entonces, nunca jamás leí nada sin saber antes la vida del autor o el contexto donde produjo su obra. Llegué al punto de no leer siquiera un artículo de revista sin antes saber quién lo había escrito, quién era el dueño del medio y las botas de quién lamía -por no ser un tanto más grosera-. Pensándolo bien, fue un cambio de hábito oportuno teniendo en cuenta que cuatro años después me inscribí en la carrera de Periodismo Y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Tenía una materia que analizaba esto mismo -uno de los textos y autores era Dickens con Oliver Twist- y me sentí más que preparada para afrontarla.
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Ingresé a la facultad en el año 2011, tenía en ese entonces diecinueve años y una profunda antipatía por el periodismo gráfico. Amaba la radio -amor que no se extinguió ni lo hará nunca- y terminé, desde el primer año adorando lo audiovisual, tanto que terminé dando clases de esa materia. Pero algo no me gustaba. Algo que, de hecho, odiaba: el periodismo gráfico. Lo que no sabía en ese momento es que solo aborrecía una de sus tantas caras. La cara de las tan malditas, pero famosas, «Cinco “W”».


Seguí mi curso por la carrera sin abandonar mis favoritismos académicos y con la misma antipatía visceral por lo gráfico hasta que me tocó cursar, en tercer año, Gráfica II. En el aula –aula, no Laura- número tres -nombrada «José Luis Cabezas»- del edificio Presidente Néstor Carlos Kirchner, conocí el amor. No el mismo que el que tengo por la Luna: otra clase de amor. En ese lugar, conocí la cara que me faltaba conocer: la crónica periodística. Una de las primeras clases, Lea y Mariana, las profesoras, nos dieron una fotocopia con tres crónicas. La primera se llamaba: «La vaca sagrada» de Josefina Licitra. Contaba la historia de Rosita ISA, la primera vaca clonada en dar leche maternizada. Sin mucho ánimo debido a su extensión -eran más de seis hojas- comencé a leer. La bajada, el primer párrafo, el segundo, el tercero y, cuando me quise dar cuenta, restaban tres párrafos para terminarla. Mis ojos bailaban junto con las líneas del texto. Mi sonrisa se hacía cada vez más pronunciada tapando los restos de una que otra lágrima que me había arrancado un párrafo del medio de la publicación. Pasé de un estado de llanto a uno de ternura y otro de risa en menos de un segundo. ¡Cuánta descripción! ¡Cómo me había transportado! ¡Amaba a esa vaca! ¿Qué me estaba pasando? ¡Amaba a una vaca que ni conocía! Ese fue el momento clave. Ahí supe lo que realmente quería hacer. Componer me hacía bien. Pero esto ¡Esto era! Sin duda alguna, era esto.

Durante toda esa semana me volví la peor pesadilla de mi familia y conocidos. Toda persona que se me cruzaba, terminaba sentada escuchándome leerle la crónica, de seis hojas, sobre una vaca. Valeria, mi mejor amiga de la vida entera estudiaba -y estudia- en la universidad propietaria del predio donde estaba esa famosa vaca. Al día siguiente a la clase, le escribí emocionada:
– ¿¡Conocés a Rosita!?
– ¿Qué? ¿A quién?
– ¡A Rosita ISA! La vaca clonada que da leche maternizada.
– Ah, sí. ISA… ¿Qué pasa?
– ¿Cómo «qué pasa»? ¡Que la amo!
– ¿La amas? Andrea, es una vaca. Es insípida y hace «muuu»
– ¡No! ¡Es que vos no entendés…!

Y no, ella no entendía. Para ella era una vaca que hacía «muuu». Sabía la historia, pero el lado científico de la historia no el humano, ese lado humano que yo había conocido gracias a la crónica. Al igual que me pasó a mí con el periodismo gráfico. No conocía la cara de la crónica, no sabía que una de las cosas que más me iba a enamorar del periodismo estaba dentro de lo que más creí odiar. A raíz de la crónica de Josefina conocí la Revista Anfibia, fue un océano para mi sed en el medio del desierto. Me declaré desde ese 2014 una enamorada de la crónica. Mejor dicho: de la Luna y de la crónica.


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Toda experiencia como oyente, lectora o escritora atravesó mi vida. Cada suceso fue importante para poder constituirme hoy y saber lo que quiero. Todas esas vivencias confluyeron en una espía frustrada que me sirvió para entender que haga lo que haga la luna siempre va a estar ahí, guiando mis pasos porque en ella busco el camino. También en una poeta que -se dio cuenta- tenía que dejar de ser oruga y transformarse en mariposa. Un ingrediente más y esa poesía resultaba hermosa. Mutando, así en una compositora de versos al alma –su propia alma- y una escritora de crónicas que entendió que, a través de ellas, puede contar las cosas más cotidianas de las formas más maravillosas. Cuando escribo crónicas siento algo similar a cuando contemplo la luna y, eso, se plasma en las palabras, en los párrafos, en lo que leo cuando mi mano deja de escribir.
El cerebro humano, extraño en la totalidad de su circuito, dueño de la creatividad, funciona igual pero aun así diferente en cada persona. Todos pasamos por las diferentes etapas de la lectura y la escritura de la misma forma pero, también, diferente. Y cada uno de nosotros hace con lo adquirido algo propio. Lo que escuchamos nos influye, lo que leemos nos influye y la resultante de eso es lo que fluye a través de nuestros sentidos y se plasma en nuestra creatividad a la hora, desde este aspecto, de escribir.

A lo largo de la vida en todas mis etapas –pero sobre todo en la de escritora- entendí que la escritura es algo mágico, las palabras escritas lo son. Nuestros mejores momentos brotan cuando el alma llora, cuando contagia felicidad, cuando explota iracunda, cuando muere de miedo, cuando no encuentra el rumbo o, simplemente cuando sea, siempre que exista un sentimiento profundo. Nunca dejemos de escribir. Nunca, pero nunca le impidamos a un sentimiento expresarse. Escribamos textos que hagan reír, leamos textos que nos hagan llorar, sintamos empatía por los que hablen de dolor y encontremos el Norte en los que elijamos como guías. Nunca dejemos de escuchar, leer o escribir textos que nos den vida. 
Hoy mi vida se basa -entre otras elecciones- en leer y escribir crónicas. También en intentar no enloquecer. El nivel de dolor es, a la fecha, tan alto que me permite dormir sólo después de tres días cuando mi cuerpo ya no resiste despierto. Para canalizar esa incertidumbre e insomne desesperación me refugio en la música, el amor de mis gatos y las crónicas. La realidad es que en estos tiempos éstas son, en su mayoría, digitales. Las imprimo. No encuentro nada más hermoso que el contacto de las manos con el papel, la posibilidad de rayar, subrayar y acotar a los márgenes. Todo esto, con una pequeña linterna, cualquiera de mis gatos ronroneando en mi regazo y a la luz de la luna, por supuesto.