martes, 13 de septiembre de 2016

Caperucinta Roja

Hace exactamente un mes, en la ciudad de La Plata, una chica llamada Adelina cumplió dieciocho años. Con su pelo negro y sonrisa infinita, destilaba simpatía y confianza a todo aquel que la conocía. Pero su más grande y especial sonrisa la destinaba a la persona más importante para ella: su abuela.
El día de su cumpleaños, fue su abuela quien colaboró con dinero para que sus padres, sobreprotectores de clase media, pudieran regalarle un auto y así agilizar sus caminos cotidianos. Este fue uno más en la lista de regalos que le había hecho a lo largo de su vida desde su primer día en la Tierra. El primero fue una fina cinta roja que ató a su pequeño brazo el día que nació y a medida que crecía fue renovando. Según la creencia popular es contra la envidia, pero su abuela siempre decía que era para protegerla de todos los males que la acecharan. La mamá de Adelina decía que esos eran puros cuentos, que para protegerse debía ser ella quién tomara precauciones y se cuidara. Adelina, sin embargo, siempre hizo oídos sordos a las palabras de su madre y nunca dejó de repartir confianza y simpatía sin tomar ni el más mínimo recaudo.

—Hija, necesito pedirte un favor —le dijo una mañana su madre preocupada.
—Decime, Ma —respondió ella intrigada.
—No es fácil decirte esto, pero tengo que hacerlo: La abuela está enferma y no tiene a nadie allá en Córdoba para cuidarla. Ni tu padre ni yo podemos sacar vacaciones del trabajo y como vos estás un poco más libre necesito pedirte que vayas a cuidarla.
—¡¿Cómo no me dijiste nada antes?! —le preguntó mientras hacía fuerza con todo el cuerpo para no llorar—. Por supuesto que voy. Salgo esta misma madrugada.

Esa tarde Adelina no durmió. Pasó el tiempo preparando sus bolsos y googleando mapas y paradas. Paralelamente, anunciaba su viaje por las redes sociales a sus amigos y pedía consejos sobre qué ropa llevar según el clima.

—@FedeRizzo: @LinaPincha98 ¡Llevate abrigo, dice mi hermano que vive en la capital que hace mucho frio!
—@LinaPincha98: Gracias, @FedeRizzo ¡Preguntale si hay una ruta más rápida y menos transitada que la RN9! ¡Porfa!
—@FedeRizzo: @LinaPincha98 dice Manu que es la más rápida asique andá por esa.


Fiore Stampero: —Li, ¿Qué le pasó a tu abu?
Adelina Brenna: —Está muy enferma y voy a ir a cuidarla porque está sola
Fiore Stampero: —Pero, amiga, con la cantidad de guita que tiene tu abue podría poner un hospital en su propia casa.
Adelina Brenna: —Jaja. No me hagas reir, ella jamás gastaría su capital en eso, no se lo fia ni a los bancos. Además, ¿Qué mejor que esta enfermera que la va a llenar de amor?

La tarde transcurrió entre charlas por el estilo en todas las redes sociales donde Adelina tenía una cuenta. Cuando llegó la noche, mintió a su madre diciendo que había descansado y comenzó a subir los bolsos al baúl del auto.

—Hija, ¿Me hacés el favor de cuidarte?
—Sí, Ma. Sí…
—No me digas que sí como a los locos ¡Siempre igual, vos! No tomás precauciones, ya leí que escribiste a los cuatro vientos que viajas. ¡Ahora todos saben que vos no vas a estar, que cuando nosotros estemos trabajando la casa va a quedar sola! ¡Te puede pasar algo a vos! ¡Hija, hay cosas que no se dicen!
—Tranquila, Ma. No va a pasar nada. Además, sólo lo leyeron mis amigos.
—Claro, «amigos». Algunos sí, ¡pero no todos son tus amigos! ¡Aceptás gente que no sabés ni quienes son!
—¡Ay! ¡Cortala con la paranoia, mami! Si no son mínimo conocidos o amigos de amigos no los acepto. Si tenemos amigos en común está todo bien.
— Sos una inconsciente, Adelina. No vas a entrar en razón nunca. Si pasa algo, te vas a arrepentir.
—Basta, mami. ¿Por qué en vez de despotricar contra lo que no te parece bien no me das un beso, me deseas buen viaje y me abrazás fuerte?
—No puedo con vos —le dijo cambiando su cara de enojo por una sonrisa—. Yo te abrazo todo lo que vos quieras, pero no dejo de preocuparme.
—No tenés que preocuparte por nada. Todo va a estar bien. Salvo si me seguís diciendo el nombre entero. ¡Sabés que no me gusta! Suena a reto.
—Es que, justamente, te estoy retando. Yo no me fio.
—Bueno, no me retes más.
—¡Ah! Tomá —le dijo mientras corría a la cocina y volvía con una canasta—. Llevale esto a la abuela.
—¿Es broma? ¡Parezco «caperucita roja», mamá! Llevándole una canastita a la abuelita que está enferma ¡Metelo en una bolsa!
—Para ser «caperucita» sos bastante soberbia y estás bastante grandecita. Eso sí, tenés la imprudencia suficiente.
—Ja, ja, ja ¡Qué graciosa! —le respondió Adelina con tono burlón.
—A la abuela le encantan las canastas de mimbre, es un detalle hogareño. Hay que mimarla. Además, siempre fuiste su «“caperucinta” roja»
—Bueno, está bien. Dejá de hacer chistes porque sos malísima. Dame que la subo al auto.
—Una cosa más, hija —le dijo agitando su índice y con gesto serio—. No levantes a nadie en la ruta, ¡¿Eh?! ¡Mirá que es muy peligroso y vos sos más buena que la Madre Teresa!
—¿Otra vez lo mismo?
—Bueno, está bien. No te digo más nada. Pero cuidate ¡por favor!

Emprendió viaje, subió a la autopista La Plata - Buenos Aires y le dio play al stereo del auto. Transcurrido un rato, la tarde sin descanso manifestó sus consecuencias y sus ojos comenzaron a entrecerrarse. No tenía chicles, tampoco alguien con quién hablar y la oscuridad de la noche no ayudaba para nada. Preocupada pensó que no era buena idea viajar sola. Necesitaba charla y mate. Como por arte de magia, al pasar un peaje, alumbrado por los faros del auto al rebasarlo, vio a un chico a la vera de la ruta. En sus manos tenía un cartón mediano pintado con letras negras que decía «Alta Gracia». En ese mismo instante pensó en detener la marcha del auto, pero no lo hizo. En su cabeza resonaba la voz de su madre diciendo que no lo hiciera pero pujando con la voz de sus propias ganas que decían que sí. Sin tomar una determinación, comenzó a disminuir la velocidad y, llegado el momento, pisó el freno. Dudó unos instantes detenida en la banquina y dio inició a la marcha atrás. Al verla, el muchacho comenzó a correr en dirección al auto.

—¡Muchas gracias por volver! Hace dos horas que estoy parado en la oscuridad. Pensé que nadie iba a frenar. Sos una salva vidas —dijo Él luego de abrir la puerta.
—¿Vas a Alta Gracia?
—¡Sí! ¿Te queda de paso?
—Así es, voy para Mina Clavero.
—¡Que espectáculo! —exclamó subiéndose al auto del lado del copiloto—. Puedo cebarte mates. Eso sí, a menos que vos tengas, hay que parar a cargar agua. ¡Ah! Por cierto, me llamo  Cristian.

Era lo que ese viaje necesitaba. Él le ofreció su compañía y le señaló la entrada a la estación de servicio más cercana donde cargaron de agua caliente el termo y continuaron su camino. Mientras, entre charla y charla, se iban conociendo.

—Entonces, Ade ¿a qué vas a Mina Clavero? Si se puede saber, por supuesto.
—Primero, es «Lina». «Ade» no me gusta...
—Te entiendo —la interrumpió—. A mi Cristian tampoco me gusta. Mis amigos me dicen «Lobo» porque soy el único tripero entre todos pinchas.
—No, pará. Esto es demasiado ¡Decime que me estás jodiendo!.
—No ¿por qué te estaría haciendo una broma?
—No, no. Dejame explicarte. Mi abuela está enferma y mi vieja me mandó con una canastita, acaba de aparecer el lobo y…

Los dos se descostillaron de risa haciendo broma tras broma sobre la «“caperucinta” roja» hasta que se quedaron sin ideas. Aunque, a lo largo del viaje, una que otra cosa siempre inspiraba un chiste nuevo.

—Bueno, volviendo a la seriedad del asunto. Hace un rato dijiste lo «primero» ¿Y lo «segundo»?
—Lo segundo era eso que me preguntaste e indirectamente con la historia te respondí. Voy a llevarle unas cosas a mi abuela y cuidarla. Está enferma y vive sola.
—¡Uy, cierto, qué mal! ¿Está muy grave? ¿Puede caminar?

Adelina no dejó detalle sin contar como si Cristian, este «lobo», fuera su amigo, alguien de fiar. Tenían un viaje de más de diez horas y no quedó tema sin tocar ni pregunta sin hacer al ritmo de la lista de reproducción que Adelina había armado para su travesía.

A medio camino Lina propuso comer algo en algún parador de viajeros. A los pocos kilómetros divisaron una estación de servicio y se detuvieron. Cuando se sentaron a comer, Él aprovechó para sugerirle que le diga la dirección de su abuela y así explicarle el camino más corto desde la entrada de la ciudad. Un hombre los miraba desde la mesa aledaña. Las charlas continuaron. Ella, como acostumbraba, hacía girar su cinta roja alrededor de su muñeca al hablar y Él la escuchaba atentamente.

—Y otro de los pocos recuerdos que tengo en su casa es el de escaparme a la siesta por la ventana del costado a treparme a los árboles. No me acuerdo casi nada, en realidad. Sólo que volvía, me subía a una maseta, metía la mano por la ventana al lado de la puerta y giraba la llave para entrar porque no podía volver a entrar por la otra ventana. Nadie se enteraba.
—Ah, eras terrible. Pobre tu abuela —acotó—. Deberías dejarte esa cintita en paz, ya prende de un hilo. Se te va a cortar.
—Lo hago siempre, no le va a pasar nada. Respecto a la abuela, ella nunca se enteró, siempre dejó la ventana abierta porque decía que además de la luz también la casa tenía que tener aire. Jamás se imagino que yo…
—Esperá —la interrumpió y susurró—: ¿Podemos seguir la charla en el auto?
—Sí, pero ¿qué pasa? —indagó ella extrañada.
—Ese tipo te está mirando desde hoy y me pone nervioso —le respondió en voz baja mientras se ponía de pie y la tomaba del brazo de forma poco sutil—. Además ya nos detuvimos demasiado tiempo —añadió.

Subieron al auto, Adelina lo encendió y fueron tomando velocidad. Cristian, de vez en cuando, miraba por el parabrisas trasero para asegurarse que ese hombre no los estuviera  siguiendo. Ella comenzó a sentirse segura por tener un feroz lobo protector.

Amanecía ya con paisaje de sierra, Lina entrecerraba los ojos intentando que los rayos del sol saliente no la encandilaran. Su copiloto se percató de la situación y, amablemente, extendió su mano hacia ella sosteniendo sus lentes de sol. Ella le sonrió y los puso sobre su nariz. Avanzado el camino, Lobo bajó el volumen del stereo y giró el cuerpo a la izquierda para dirigirse a ella:

—Estamos por llegar a Alta Gracia ¿Sabés como seguir a tu destino?
—Emm… no estoy segura. Creo que tengo que agarrar la ruta 34.
—Exacto, es el camino más conveniente. Che, ¿vos conoces los paisajes de Mina Clavero?
—Sí, pero no —contestó Adelina pensativa—. Pocos veranos pasé ahí y de muy chiquita. Más recuerdos que los que te conté, no tengo. Generalmente es la abuela la que viaja a vernos o, bueno, viajaba. Y me regalaba piedras hermosas de su lugar. Siempre me gustaron las piedras lindas.
—Bueno, te recomiendo algo sin ánimos de entrometerme en tus obligaciones ¿puedo?
—¡Por supuesto! —contestó ella con esa sonrisa que irradiaba luz.
—Mira, la ruta 34 es hermosa. Vas subiendo por las sierras hasta el punto más alto. Los paisajes son indescriptibles y cuando hace frío, como ahora, hasta quedan restos de nieve. Podés detenerte en los diferentes paradores y contemplar la inmensidad del panorama.
—¡Qué lindo eso que contás!
—Sí, es hermoso. Cuando llegues a Mina Clavero, por lo que me contaste, casi que te obligo a que vayas a su rio, el agua es cristalina y hay piedras hermosas de muchos colores. Podes descansar, juntar algunas y pensar un rato. Insisto, no es de metido, pero tenés que prepararte para ver así a tu abuela y para estar todo el tiempo acompañndola. Una vez que llegues, no vas a poder dejarla y ver cosas como esa porque, por lo que me dijiste, vive bastante lejos de ahí. Creeme, te va a hacer bien.
—Bueno, gracias. Lo voy a tener en cuenta.
—Espero lo hagas —le dijo con una sonrisa encantadora—. Muchas gracias por traerme, estoy en deuda con vos. Adelina Brenna, te voy a agergar a facebook, así no perdemos contacto ¿Figurás así?
—Sí. Sí. Exactamente así, con doble «n».
—Buenísimo, Lina, de nuevo gracias. Que estés bien, un placer haber compartido el viaje con vos, suerte con tu abuela y espero, de corazón, me hagas caso y le hagas un bien a tu alma visitando el rio antes de llegar a su casa. Cuando nos volvamos a ver me contás qué te pareció. Y, de paso, me devolvés los lentes.
—¿Nos vamos a volver a ver? —indagó ella expectante.
—Intuyo que más pronto de lo que creés —dijo entre risas.

Cristian se despidió de ella con un beso, se bajó del auto y comenzó a caminar perdiéndose de vista. Lina encendió el motor, se calzó bien los lentes de sol y se dispuso a seguir su ruta tomando el camino planeado. Se puso algo inquieta al verse de nuevo sola. Pero se tranquilizó pensando que su lobo iba a estar cerca, Él había propuesto agregarla a Facebook y un pronto reencuentro. Asique decidió no preocuparse demasiado.

En el transcurso de la ruta se tentó de parar varias veces. No quería perder tiempo pero tampoco dejar de disfrutar de ciertas cosas. No podía con la ansiedad de ver a su abuela pero se permitió detenerse una vez en el parador donde nace el rio de la ciudad de destino. Se bajó del auto. La brisa que impactó sobre su rostro la hizo sonreír. Se acercó a un pequeño muro al borde de un precipicio y se sentó a contemplar el paisaje. Era simplemente hermoso. Acordó consigo misma estar solamente quince minutos. Y una vez transcurridos -quince, quizás veinte- emprendió viaje nuevamente. Pese a su responsable acto de continuar, iba lo más lento que la ruta le permitía para admirar el paisaje.

Al entrar a la ciudad tomó el teléfono para chequear el mapa. Si bien tenía las indicaciones que su lobo le había dado, tenía que repasar. No pudo evitar notar lo cerca que se encontraba del rio Mina Clavero en ese momento. De hecho levantó la vista y, antes de atravesar el puente, pudo verlo y no se resistió a bajar. La sola idea de recolectar piedras hermosas la llenaba de alegría y el hecho de entregar sus pies al agua cristalina la entusiasmaba mucho.

Sus pies bailaban arrastrados por la corriente y con la fuerza de sus piernas los traía de regreso a la orilla. De tanto en tanto, se paraba a recorrer. Juntaba una piedra, otra y otra para devolver, luego, los pies al agua. Estaba fría para la época, pero no dejaba de ser una sensación hermosa. Sacó un par de fotos y las publicó en sus redes sociales. Estaba feliz por los bellos comentarios que recibían. Luego de unas horas miró a su alrededor, había juntado tantas que no tenía idea como iba a llevarlas de nuevo hasta el auto.

El sol en su cabeza comenzaba a ponerse cada vez más fuerte y fue entones cuando reaccionó que debía haberse pasado la mañana entera en ese hermoso lugar. Intuía que serían más de las doce. Sacó su teléfono y lo confirmó. El tiempo había pasado volando. Después de un par de viajes desde la orilla hasta el auto llevando las piedras en tandas, se dispuso a realizar el último envión hasta la casa de su abuela.

Al llegar, sólo bajó la canasta. Quería abrazar a su abuela y regalarle el detalle de mimbre que su madre le había enviado. No podía dejar de reírse al sentirse «Caperucita». A medida que caminaba hacia la casa, cientos de recuerdos la invadieron. Se aproximó a la puerta y golpeó un par de veces anunciando su llegada.

—¡Buen día! —gritó desde la entrada.
—¿Quién es? —se escuchó desde el interior de la casa.
—Soy yo, tu «Caperucita», abu —dijo fuerte entre risas.
—Pasá, hija. Estoy en el baño y no quiero hacerte esperar —dijo con una voz apagada pero con esfuerzo para que se escuche desde afuera.

Adelina pasó la mano por la ventana y abrió la puerta sonriente. Entró hasta el cuarto de la abuela y miró fija la puerta del baño esperando ansiosa que se abriera para abrazarla.

Al mirar alrededor comenzó a notar cosas extrañas pero sin perder el tono del personaje comenzó a jugar:
—Abuela ¡Qué llave de auto tan moderna tenés! —exclamó con tono aniñado pensando que podría ser de algún vecino que la ayudaba por las mañanas.
—¡Es para ganarte mejor! —respondió su abuela desde el baño.
—Abuela ¡qué GPS tan moderno tenés! —dijo de nuevo sin entender las respuestas pero sosteniendo, aun, la teoría del vecino.
—¡Es para seguirte mejor! —contestó con voz temblorosa.
—Abuela, ¡qué voz tan asustada tenés! —exclamó esta vez con tono serio.
—¡Es para manipularte mejor! —se escuchó un conocido y grueso tono mientras la puerta del baño se abría.

El rostro sonriente de Adelina se transformó en horror. Su boca se abrió con intención de gritar pero no salió de ella sonido alguno. Estaba paralizada.  Vio a su abuela sentada, inmóvil temblando ante el amenazante y frio cañón de un arma que reposaba sobre su sien izquierda. Panorámicamente, sin mover otro músculo más que el ocular, dispuso su vista al encuentro con el creador de tal despiadada escena.

—Adelina, Adelina, Adelina… —le dijo calmo seguido de una risa sínica—. ¿Te das cuenta que hasta me dijiste cómo entrar?

Lina seguía sin poder emitir sonido. Solo observaba como el lobo, su lobo, apuntaba ahora el frio cañón hacia su dirección. Él dio un par de pasos hacia adelante sin mover la mira de su blanco. Cerró la puerta y le dio dos vueltas de llave dejando a la abuela sin escapatoria.
Adelina seguía intentando articular palabras.

—No digas nada si no querés. Ya hablaste más de lo debido. Pero te imaginarás que no vine a buscar mis lentes. Decime dónde está la plata.
—Pero, pero ¿Cómo? ¿Por… por qué? —logró preguntar algo torpe, atónita.
—Ay, nena, nena. Sos tan tonta. ¿Pensas que fue casualidad haberme encontrado en la ruta a esa hora de la noche? No tenes ni idea de lo inconsciente que sos.
—No… no entiendo nada— tartamudeaba ella y seguía preguntándole por qué.
—Hace un año me tenés de amigo en Facebook. No tenías ni idea quién era pero me aceptaste igual. Ni siquiera es mi nombre real, tampoco lo es Cristian, por supuesto. Nunca te presté atención porque tu familia no tiene nada. Hasta que ayer leí que tu abuela materna tenía toda esta guita. La investigué ¿Sabés? Lo único que tuve que hacer fue pararme ahí y esperar a que pases. Podía fallar, por supuesto, pero me arriesgué. El resto, lo hiciste vos, no dejaste ni una duda sin contestar. Y, cuando vi tus fotos en el rio, confirmé que habías caído y sólo me restó conseguir un auto para llegar antes que vos.

Ella seguía sin saber cómo reaccionar. Llevó su mano a su muñeca izquierda para tocar su cinta roja pero, para su sorpresa, no estaba.

—Podría estar toda la tarde detallando lo tonta e imprudente que fuiste mientras vos te quedás ahí catatónica. Pero no tengo tiempo que perder. Dale ¡Decime dónde está la plata!
—¡No sé!
—¡No te hagas la viva! —decía elevando cada vez más el tono.
—¡Te juro que no sé donde guarda la plata! —gritaba ella.
—¡No me mientas!
—¡Hay plata en el plcard! ¡No le hagas nada a mi nieta! —gritaba desde el baño la abuela mientras golpeaba con su escasa fuerza la puerta con los puños.

El feroz delincuente se volteó a revisar el armario sin dejar de apuntar a Adelina. Al no encontrar lo que buscaba continuó gritando.

— ¡No me mientan porque son boleta!
—¡Está ahí, no te estoy mientiendo! —juraba la abuela vociferando detrás de la puerta.
—¡No hagas nada, por favor! ¡Te vamos a dar lo que quieras! ¡No nos lastimes! —gritaba Adelina ya con sus cuerdas vocales controladas.
—¡Acá no hay nada! ¡Me mintieron! —dijo dándose vuelta y caminando hacia Lina.

La tomó por la fuerza del brazo y posó el cañón del arma sobre su barbilla. Los gritos no cesaban. De repente se escuchó un golpe, un disparo, un grito de horror de la abuela.

Inesperadamente, el lobo cayó sobre los pies de Adelina, y un hombre entró corriendo por la puerta de la habitación.

—¿Estás bien? —le preguntó el hombre mirándola a los ojos.
—C.. creo que sí —respondió ella aun temblando—. ¿Vos sos…?
—Sí —respondió Él sin dejarla terminar.

Luego de asegurarse que Adelina estuviera bien, el hombre caminó por encima del lobo para liberar a la abuela. Lina corrió a abrazarla. Juntos la llevaron a la cama y la asistieron hasta que recuperó el aliento. Adelina no dejaba de mirar a su salvador y, paralelamente, al lobo inmóvil en el piso.

—¿Está muerto? —preguntó ella con temor.
—No, sólo está dormido. Me dedico a controlar a los pumas de la sierra, le disparé un tranqulizante.
—Pero ¿y el ruido de disparo?
—Fue Él —dijo señalando un agujero de bala en el techo.
—¿Qué hacés acá? —indagó aun más intrigada.
—Vine a traerte esto —dijo sacando algo de su bolsillo y extendiendo su mano con el puño cerrado.
—¡Mi cintita! —dijo ella queriendo dibujar en su rostro una sonrisa.
—Cuando te vi en esa mesa me llamaste la atención. Cuando se fueron y éste animal te llevó así, del brazo, me pareció raro. Y más después de escuchar cosas de gente que recién se conoce. Me paré para seguirlos pero ya se habían ido. Cuando volví a mi mesa vi en el piso la cinta con la que jugabas y la levanté. Esa situación me dio vueltas en la cabeza toda la noche y como había escuchado la dirección, me decidí a venir.
—No tengo palabras para agradecerte —le contestó asombrada y con una sonrisa ya delineada.
—Me alegro haberle hecho caso a mi instinto de cazador— respondió Él.

Luego de los policías desfilando por el cuarto de su abuela, cuando todo estuvo calmo, Adelina llamó a sus padres.

—Perdoname, mamá. Tenías razón ¡fui una inconsciente!
—Tranquila, hija —se escuchó del otro lado del teléfono—. Ustedes están bien y eso es lo que importa.
—¿Sólo eso? ¿Nada de «Adelina tal cosa»?
—Nada. No voy a decirte nada. Creo que con lo que pasó, tuviste escarmiento suficiente.
—Te juro que sí. No voy a volver a ignorar tus consejos nunca más.

A los pocos días volvió a entrar a sus redes sociales. Eliminó a todo aquel que realmente no conocía y decidió compartir un poco menos lo personal de la vida.

Hace exactamente un mes, una chica llamada Adelina cumplió dieciocho años. Su regalo más preciado no fue un auto, sino una lección que jamás olvidaría.

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Ann