—Abu ¿Qué es ese agujerito en el cielo? —indagué con el
índice derecho extendido en dirección al cielo una noche de verano con apenas
dos años recientemente cumplidos.
— ¿Ese? —se extrañó ella sonriente al tiempo que ponía su índice paralelo al mío en esa misma dirección—, es la luna.
Fue entonces cuando lo supe. No podría explicar cómo -después de todo, a esa edad, no podía explicar nada- pero, de alguna forma, lo supe: ese agujero en el cielo,esa luna, sería la principal responsable de los primeros versos que saldrían de mi boca y las primeras palabras de amor que inconscientemente escribiría en mi adolescencia. También, un profundo dolor tendría responsabilidad de esa parte de mí. Pero no quiero adelantarme, mucho pasaría antes de que se me ocurriese escribir. Para ser precisa, primero la vida me hizo leer y, aun antes de eso, escuchar.
***
El cerebro humano, extraño en la totalidad de su circuito, estudiado a lo largo de la historia por un sinfín de disciplinas es, aun así, impredecible siempre. Y, si bien en ciertos aspectos todos los cerebros reaccionan en formas similares, cada uno de ellos es dueño de algo único: La creatividad. En relación a la adquisición de la lectura y la escritura se han identificado diferentes etapas que van desde la más temprana infancia con la identificación de logos -«logográfica»- como el de Coca-Cola o McDonald´s, pasando por la «alfabética» donde se unen sílabas para leer palabras en la niñez, por otra donde el niño logra esto de manera más clara -«ortográfica»- hasta la etapa fluida donde todo el conocimiento se pone en juego correctamente -llamada «fluida-expresiva»-. Todo esto, al menos, según hombres y mujeres que se dedicaron a estudiar y catalogar estos momentos de la vida de una persona.
Lo que relataré ahora no es científico o, al menos, no en su totalidad. Es una teoría propia con comprobación empírica, pero no lo suficientemente fuerte como para investigar al respecto. Simplemente es algo que me acompaña en la vida y me gusta creer: Mamá siempre fue una lectora empedernida –sobre todo a la hora de dormir-. Fiel a los libros por influencia de su padre pasó a lo largo de su vida por diferentes géneros y estilos literarios. Allá por el verano de 1991, cuando fui concebida, los autores de turno en su mesa de luz eran el rey del terror, oriundo de Portland, Stephen King y la neoyorkina Mary Higgins Clark -una señora muy elegante y prolija con apariencia de abuela bonachona que pasa sus horas horneando galletitas para sus nietos-.
El quid de la cuestión es que mamá leía en voz alta. Y el de mi teoría es que, aproximadamente a las 25 semanas de gestación -tiempo en el que se desarrolla el oído según la ciencia-, yo era un pequeño feto en su vientre, flotando pacíficamente en líquido amniótico escuchando -aunque muy amortiguados- esos relatos de la mano de su voz.
Mi argumento más fuerte es que, al nacer, su voz emitiendo esos mismos relatos me calmaba. Intuyo, era un sonido ameno y conocido. La única explicación es esa. No es que pueda probarlo pero, como aclaré, me gusta creerlo.
Siguiendo este pensamiento, dudo que alguna vez haya leído It, la obra de terror por excelencia de King. Y sostengo esto por dos motivos; el primero es que no es una mujer que disfrute leer terror -sino más bien suspenso- y; el segundo -con ánimos de reírme de mi propia teoría- es que los payasos no me asustan, de hecho me parecen personajes intrigantes, lingüísticamente polisémicos, multifacéticos y hasta -en ocasiones- me resultan simpáticos.
— ¿Ese? —se extrañó ella sonriente al tiempo que ponía su índice paralelo al mío en esa misma dirección—, es la luna.
Fue entonces cuando lo supe. No podría explicar cómo -después de todo, a esa edad, no podía explicar nada- pero, de alguna forma, lo supe: ese agujero en el cielo,esa luna, sería la principal responsable de los primeros versos que saldrían de mi boca y las primeras palabras de amor que inconscientemente escribiría en mi adolescencia. También, un profundo dolor tendría responsabilidad de esa parte de mí. Pero no quiero adelantarme, mucho pasaría antes de que se me ocurriese escribir. Para ser precisa, primero la vida me hizo leer y, aun antes de eso, escuchar.
***
El cerebro humano, extraño en la totalidad de su circuito, estudiado a lo largo de la historia por un sinfín de disciplinas es, aun así, impredecible siempre. Y, si bien en ciertos aspectos todos los cerebros reaccionan en formas similares, cada uno de ellos es dueño de algo único: La creatividad. En relación a la adquisición de la lectura y la escritura se han identificado diferentes etapas que van desde la más temprana infancia con la identificación de logos -«logográfica»- como el de Coca-Cola o McDonald´s, pasando por la «alfabética» donde se unen sílabas para leer palabras en la niñez, por otra donde el niño logra esto de manera más clara -«ortográfica»- hasta la etapa fluida donde todo el conocimiento se pone en juego correctamente -llamada «fluida-expresiva»-. Todo esto, al menos, según hombres y mujeres que se dedicaron a estudiar y catalogar estos momentos de la vida de una persona.
Lo que relataré ahora no es científico o, al menos, no en su totalidad. Es una teoría propia con comprobación empírica, pero no lo suficientemente fuerte como para investigar al respecto. Simplemente es algo que me acompaña en la vida y me gusta creer: Mamá siempre fue una lectora empedernida –sobre todo a la hora de dormir-. Fiel a los libros por influencia de su padre pasó a lo largo de su vida por diferentes géneros y estilos literarios. Allá por el verano de 1991, cuando fui concebida, los autores de turno en su mesa de luz eran el rey del terror, oriundo de Portland, Stephen King y la neoyorkina Mary Higgins Clark -una señora muy elegante y prolija con apariencia de abuela bonachona que pasa sus horas horneando galletitas para sus nietos-.
El quid de la cuestión es que mamá leía en voz alta. Y el de mi teoría es que, aproximadamente a las 25 semanas de gestación -tiempo en el que se desarrolla el oído según la ciencia-, yo era un pequeño feto en su vientre, flotando pacíficamente en líquido amniótico escuchando -aunque muy amortiguados- esos relatos de la mano de su voz.
Mi argumento más fuerte es que, al nacer, su voz emitiendo esos mismos relatos me calmaba. Intuyo, era un sonido ameno y conocido. La única explicación es esa. No es que pueda probarlo pero, como aclaré, me gusta creerlo.
Siguiendo este pensamiento, dudo que alguna vez haya leído It, la obra de terror por excelencia de King. Y sostengo esto por dos motivos; el primero es que no es una mujer que disfrute leer terror -sino más bien suspenso- y; el segundo -con ánimos de reírme de mi propia teoría- es que los payasos no me asustan, de hecho me parecen personajes intrigantes, lingüísticamente polisémicos, multifacéticos y hasta -en ocasiones- me resultan simpáticos.
A lo largo de lo que fue mi gestación, mientras se
desarrollaban -a la par de mi oído- el resto de mis sentidos junto con cada
parte de mi cuerpo, nacía también dentro de mi cabeza una dolencia que sería mi
cruz, mi compañera -indeseada- de vida, mi concubina de cuerpo, tan parte de mí
como mis manos y mis ojos: la migraña.
***
Siete meses después de los episodios en el vientre, pasé al rango de «bebé del mundo exterior». Mamá jamás dejó de leerme en voz alta. Papá, por el contrario, rara vez me leía. Él me cantaba o, mejor dicho, me recitaba. Deleitaba mis oídos con fragmentos de poemas, canciones y poesías que sabía de memoria -hasta por ahí nomás, por eso eran fragmentos-. Puedo destacar hermosas cualidades de su persona. Lamentablemente, su buena memoria no es una de ellas. Generalmente era a la hora de dormir. Se acostaba con mi hermana y conmigo y comenzaba su repertorio. En esa época, lo hacía más por mí que por mi hermana porque ella es más grande y había tenido ya sus privilegios de hija única antes de mi llegada.
La grilla de su recital de dormitorio comenzaba por lo que -de más grande supe- era un fragmento de «La orilla blanca, la orilla negra» de Alberto Testa y Eros Sciorilli. Tengo que ser honesta y decir que soy generosa al decir «fragmento», porque sólo entonaba la primera frase y, el resto, eran silbidos. Luego pasaba por un par de otras estrofas y versos -un tanto más extensos- de diferentes escritos. Yo lo escuchaba, pero esperaba impaciente el anteúltimo: «Romance en celeste y blanco» de Rimoldi Fraga. No era, siquiera, el inicio de la canción. Él empezaba por la cuarta estrofa, que era un diálogo entre un militar de alto rango y un niño que deseaba con todas sus fuerzas ser soldado de la patria en el 1800. Papá se ponía en personaje y cuando hablaba el general, engrosaba la voz imponiendo autoridad y, cuando hablaba el niño, enternecía el tono con un dejo de timidez. Sus dos primeras líneas decían lo siguiente:
«–Con su permiso, Señor.
–Pasá, Muchacho».
Cuando tuve la edad suficiente, a eso de los cinco años, esperaba impaciente que llegue esa parte del repertorio de papá para involucrarme en el relato -algo que ya se nos había vuelto rutina- . Cuando él afinaba su voz para decir: «Con su permiso, Señor», yo preparaba la mía y, con el tono de un niño que pretende ser adulto, intentando darle un tinte grave, llegado mi turno, decía con gesto serio: «pasá, “mutato”». El se reía, con una mirada tierna y cálida muy característica de su persona.
Si todavía estaba muy despierta cuando llegaba el fin de su show habitual, continuaba recitándome cosas. A veces, le pedía cuentos. Cuentos que, por supuesto, no se acordaba. Otras, uno que otro que me había inventado la noche anterior, pero tampoco tenían éxito porque no lograba traerlos a su memoria y terminaba siendo yo quien se los relataba a Él. A veces incursionaba en otras canciones. Dudo sea necesario aclarar que, el señorito, mezclaba las estrofas. Siempre lo denominé un «des-compositor» de canciones. Cuando cantaba invertía las palabras y decía que la pobre «Oma» tenía los ojos de barro y vivía en un rancho azul, sólo por dar un ejemplo de tantos.
***
Siete meses después de los episodios en el vientre, pasé al rango de «bebé del mundo exterior». Mamá jamás dejó de leerme en voz alta. Papá, por el contrario, rara vez me leía. Él me cantaba o, mejor dicho, me recitaba. Deleitaba mis oídos con fragmentos de poemas, canciones y poesías que sabía de memoria -hasta por ahí nomás, por eso eran fragmentos-. Puedo destacar hermosas cualidades de su persona. Lamentablemente, su buena memoria no es una de ellas. Generalmente era a la hora de dormir. Se acostaba con mi hermana y conmigo y comenzaba su repertorio. En esa época, lo hacía más por mí que por mi hermana porque ella es más grande y había tenido ya sus privilegios de hija única antes de mi llegada.
La grilla de su recital de dormitorio comenzaba por lo que -de más grande supe- era un fragmento de «La orilla blanca, la orilla negra» de Alberto Testa y Eros Sciorilli. Tengo que ser honesta y decir que soy generosa al decir «fragmento», porque sólo entonaba la primera frase y, el resto, eran silbidos. Luego pasaba por un par de otras estrofas y versos -un tanto más extensos- de diferentes escritos. Yo lo escuchaba, pero esperaba impaciente el anteúltimo: «Romance en celeste y blanco» de Rimoldi Fraga. No era, siquiera, el inicio de la canción. Él empezaba por la cuarta estrofa, que era un diálogo entre un militar de alto rango y un niño que deseaba con todas sus fuerzas ser soldado de la patria en el 1800. Papá se ponía en personaje y cuando hablaba el general, engrosaba la voz imponiendo autoridad y, cuando hablaba el niño, enternecía el tono con un dejo de timidez. Sus dos primeras líneas decían lo siguiente:
«–Con su permiso, Señor.
–Pasá, Muchacho».
Cuando tuve la edad suficiente, a eso de los cinco años, esperaba impaciente que llegue esa parte del repertorio de papá para involucrarme en el relato -algo que ya se nos había vuelto rutina- . Cuando él afinaba su voz para decir: «Con su permiso, Señor», yo preparaba la mía y, con el tono de un niño que pretende ser adulto, intentando darle un tinte grave, llegado mi turno, decía con gesto serio: «pasá, “mutato”». El se reía, con una mirada tierna y cálida muy característica de su persona.
Si todavía estaba muy despierta cuando llegaba el fin de su show habitual, continuaba recitándome cosas. A veces, le pedía cuentos. Cuentos que, por supuesto, no se acordaba. Otras, uno que otro que me había inventado la noche anterior, pero tampoco tenían éxito porque no lograba traerlos a su memoria y terminaba siendo yo quien se los relataba a Él. A veces incursionaba en otras canciones. Dudo sea necesario aclarar que, el señorito, mezclaba las estrofas. Siempre lo denominé un «des-compositor» de canciones. Cuando cantaba invertía las palabras y decía que la pobre «Oma» tenía los ojos de barro y vivía en un rancho azul, sólo por dar un ejemplo de tantos.
De vez en cuando se entre dormía pero no dejaba de estar
atento ni de continuar sus versos hasta que me notaba somnolienta y finalizaba
el concierto paternal silbándome marchas patrias muy despacio hasta que lograba
hacerme dormir. Debo confesar que eso nunca fue tarea fácil. Después de todo,
sospecho que debe ser casi imposible hacer dormir a una nena de cinco años con
una cefalea crónica con el mismo grado de dolor que la de un adulto con resaca
después de pasarse -mucho- de copas. Mi papá, por medio de las palabras y su
paciencia, lo lograba.
***
– ¡Ya sabe la hora! ¡Y hasta lee! –le dijo emocionada mi
maestra de primer grado a mi mamá cuando me fue a buscar a la salida del
colegio el primer día de clases.
Y, sí. Puedo decir, sin ánimos de vanagloriarme pero sí con orgullo, que así era. Y eso no fue nada más y nada menos que la influencia del papá de mi mamá, el que nos regaló a ella, a mi hermana y a mí el interés por la lectura. Mi abuelo, mi segundo papá, mi compañero de vida, mi maestro, mi mentor, el hombre de mi vida.
Italiano, culto, con muchos veranos en la piel y el conocimiento -a mis ojos- de un sabio de la Grecia antigua. «Mi abuelo es un libro abierto» solía decirle a la gente cuando hablaba de Él. Tez blanca, cabello en sintonía con su piel, cejas pobladas, ojos claros como el día y anteojos de marco grueso, negro como la noche. Así era cuando lo conocí, así fue siempre, así es como lo recuerdo.
Fanático de los libros, de la lectura, de las historias. Aficionado, también, de incentivarnos a aprender. A mis 4 años, con un «reloj con carita» recortado de la revista infantil Anteojito, me enseñó la hora. Era un círculo de cartón fino blanco del tamaño de un plato. A su alrededor, números negros del 1 al 12. Tenía dibujado unos ojos en la parte superior y situado en el centro poseía un broche dorado para expedientes con una arandela por detrás. Su función -además de simular la nariz- era hacer que giren sobre su propio eje dos flechas rojas -una más corta que la otra- con forma de manos que apuntaban a los números. Él movía las agujas, me decía qué hora marcaban y, después de varios ejemplos dividiendo la circunferencia en cuatro partes hacía lo mismo sólo que, entonces, me preguntaba qué hora había fijado.
Así, con sus técnicas, no sólo aprendí la hora sino también a leer. Me mostraba las letras y salíamos a caminar después de almorzar. Entonces, iba pidiéndome que le leyera los carteles de los negocios –le di la bienvenida ahí a la etapa alfabética, a la fonológica-. Íbamos por las calles del pueblo de la mano. Él escuchaba atentamente mi intento por unir sílabas y lograr leer las palabras y yo lo veía inflarse de orgullo cuando lograba leer de corrido.
En esas caminatas por las calles de Ranchos -pueblo tranquilo y un tanto rural ubicado a unos 120 kilómetros de Capital Federal y a unos 80 kilómetros de La Plata- me colmaba de historias sobre su pasado, el de mi abuela, el de mi mamá, el de mi hermana o el mío. También, por qué no, sobre el de nuestra familia. Mayormente eran de su infancia en su pueblo de origen, Vanzaghello -ubicado en la provincia de Milán, región de Lombardía-, o de nuestro pueblo: las casas que había antes de esas que estábamos viendo al pasar, la gente que en ellas vivía, los maestros que había tenido, los barberos, los herreros, los tenderos..
A pesar de mi más temprana niñez escuchando los relatos de mis padres, entiendo esta etapa como la más fuerte de mi «yo, oyente».
De vez en cuando, en el medio del castellano de las historias, se le escapaba un italiano desgastado. Con ese mismo idioma me decía al volver a su casa -a eso de las tres de la tarde- que era hora de la siesta y se iba a dormir. Yo simulaba acostarme en la pieza del fondo de su casa, donde tenía la cama pero, en realidad, me escabullía sigilosamente hasta su biblioteca a buscar enciclopedias y mapas para investigar sobre todos los lugares y todas las historias de las que me había hablado en nuestra travesía de la tarde. Por supuesto, no me era muy fácil encontrarlo porque escasamente podía leer de corrido. Pero mi esfuerzo era tal, que casi siempre lo encontraba.
Ya tenía todo fríamente calculado: los abuelos se acostaban alrededor de las tres y cuarto de la tarde y contaba con una vuelta de reloj, hasta las cuatro y cuarto, para investigar. A esa hora, volvía rápido a la cama del cuarto del fondo y me tapaba. Agudizaba el oído y, exactamente a las cuatro y diecisiete minutos, escuchaba el sonido de los pies de la abuela intentando calzarse las pantuflas, sentada en la cama. Después sus pasos sin prisa por el comedor en dirección a la cocina, luego el sonido de la grifería al abrirse, el agua -que de ella emergía- llenando la pava. Acto seguido un ruido seco del fósforo chocando con la raspa lateral de su caja y prendiendo, en su trayecto, la hornalla. La llamarada al encenderse el fuego, el metal de la pava chocando con la parrilla de la cocina y los pasos lentos de la abuela cada vez más cerca hasta terminar al lado de mi cama. Se inclinaba por la cintura en la cabecera, me corría el pelo y me despertaba con un beso en la frente. Al menos, eso era lo que ella creía y yo dejaba que así fuera. Para ella la siesta era sagrada. Para mí lo era aprender. No me costaba nada hacer el teatro de remolona, como si me fuera difícil despertarme y, luego de mi actuación, íbamos a llevarle mate a la cama al abuelo. Cuando nos sentábamos a matear luego de un rato, la abuela miraba sus programas en la televisión mientras el abuelo y yo escuchábamos bajito en su radio algo mágico, hermoso, dulcemente triste, gris y desgarrador, el ritmo del 2x4: el tango. Una de las que sería, al crecer, pasión entre mis pasiones.
***
Y, sí. Puedo decir, sin ánimos de vanagloriarme pero sí con orgullo, que así era. Y eso no fue nada más y nada menos que la influencia del papá de mi mamá, el que nos regaló a ella, a mi hermana y a mí el interés por la lectura. Mi abuelo, mi segundo papá, mi compañero de vida, mi maestro, mi mentor, el hombre de mi vida.
Italiano, culto, con muchos veranos en la piel y el conocimiento -a mis ojos- de un sabio de la Grecia antigua. «Mi abuelo es un libro abierto» solía decirle a la gente cuando hablaba de Él. Tez blanca, cabello en sintonía con su piel, cejas pobladas, ojos claros como el día y anteojos de marco grueso, negro como la noche. Así era cuando lo conocí, así fue siempre, así es como lo recuerdo.
Fanático de los libros, de la lectura, de las historias. Aficionado, también, de incentivarnos a aprender. A mis 4 años, con un «reloj con carita» recortado de la revista infantil Anteojito, me enseñó la hora. Era un círculo de cartón fino blanco del tamaño de un plato. A su alrededor, números negros del 1 al 12. Tenía dibujado unos ojos en la parte superior y situado en el centro poseía un broche dorado para expedientes con una arandela por detrás. Su función -además de simular la nariz- era hacer que giren sobre su propio eje dos flechas rojas -una más corta que la otra- con forma de manos que apuntaban a los números. Él movía las agujas, me decía qué hora marcaban y, después de varios ejemplos dividiendo la circunferencia en cuatro partes hacía lo mismo sólo que, entonces, me preguntaba qué hora había fijado.
Así, con sus técnicas, no sólo aprendí la hora sino también a leer. Me mostraba las letras y salíamos a caminar después de almorzar. Entonces, iba pidiéndome que le leyera los carteles de los negocios –le di la bienvenida ahí a la etapa alfabética, a la fonológica-. Íbamos por las calles del pueblo de la mano. Él escuchaba atentamente mi intento por unir sílabas y lograr leer las palabras y yo lo veía inflarse de orgullo cuando lograba leer de corrido.
En esas caminatas por las calles de Ranchos -pueblo tranquilo y un tanto rural ubicado a unos 120 kilómetros de Capital Federal y a unos 80 kilómetros de La Plata- me colmaba de historias sobre su pasado, el de mi abuela, el de mi mamá, el de mi hermana o el mío. También, por qué no, sobre el de nuestra familia. Mayormente eran de su infancia en su pueblo de origen, Vanzaghello -ubicado en la provincia de Milán, región de Lombardía-, o de nuestro pueblo: las casas que había antes de esas que estábamos viendo al pasar, la gente que en ellas vivía, los maestros que había tenido, los barberos, los herreros, los tenderos..
A pesar de mi más temprana niñez escuchando los relatos de mis padres, entiendo esta etapa como la más fuerte de mi «yo, oyente».
De vez en cuando, en el medio del castellano de las historias, se le escapaba un italiano desgastado. Con ese mismo idioma me decía al volver a su casa -a eso de las tres de la tarde- que era hora de la siesta y se iba a dormir. Yo simulaba acostarme en la pieza del fondo de su casa, donde tenía la cama pero, en realidad, me escabullía sigilosamente hasta su biblioteca a buscar enciclopedias y mapas para investigar sobre todos los lugares y todas las historias de las que me había hablado en nuestra travesía de la tarde. Por supuesto, no me era muy fácil encontrarlo porque escasamente podía leer de corrido. Pero mi esfuerzo era tal, que casi siempre lo encontraba.
Ya tenía todo fríamente calculado: los abuelos se acostaban alrededor de las tres y cuarto de la tarde y contaba con una vuelta de reloj, hasta las cuatro y cuarto, para investigar. A esa hora, volvía rápido a la cama del cuarto del fondo y me tapaba. Agudizaba el oído y, exactamente a las cuatro y diecisiete minutos, escuchaba el sonido de los pies de la abuela intentando calzarse las pantuflas, sentada en la cama. Después sus pasos sin prisa por el comedor en dirección a la cocina, luego el sonido de la grifería al abrirse, el agua -que de ella emergía- llenando la pava. Acto seguido un ruido seco del fósforo chocando con la raspa lateral de su caja y prendiendo, en su trayecto, la hornalla. La llamarada al encenderse el fuego, el metal de la pava chocando con la parrilla de la cocina y los pasos lentos de la abuela cada vez más cerca hasta terminar al lado de mi cama. Se inclinaba por la cintura en la cabecera, me corría el pelo y me despertaba con un beso en la frente. Al menos, eso era lo que ella creía y yo dejaba que así fuera. Para ella la siesta era sagrada. Para mí lo era aprender. No me costaba nada hacer el teatro de remolona, como si me fuera difícil despertarme y, luego de mi actuación, íbamos a llevarle mate a la cama al abuelo. Cuando nos sentábamos a matear luego de un rato, la abuela miraba sus programas en la televisión mientras el abuelo y yo escuchábamos bajito en su radio algo mágico, hermoso, dulcemente triste, gris y desgarrador, el ritmo del 2x4: el tango. Una de las que sería, al crecer, pasión entre mis pasiones.
***
En mi cumpleaños número seis, aprovechando mi naciente
interés por la música, papá me hizo un regalo. Recuerdo que me despertó
temprano a la mañana con una sonrisa en la cara. Posó sobre mi cama un estuche
grande, marrón y un tanto pesado. Me quedé quieta un instante sin entender
mucho qué era lo que estaba pasando. Cuando reaccioné qué día era y noté su
emoción, me despabilé, me estiré y lo abrí.
Ahí estaba, hermosa, radiante, lustrada, brillosa, con un bello cuerpo tallado a mano: una guitarra. Nunca había querido una, no entendía muy bien por qué la había dejado a mis pies. Le agradecí y, sin ánimos de romperle el corazón, la archivé en el placard y seguí durmiendo.
Ahí estaba, hermosa, radiante, lustrada, brillosa, con un bello cuerpo tallado a mano: una guitarra. Nunca había querido una, no entendía muy bien por qué la había dejado a mis pies. Le agradecí y, sin ánimos de romperle el corazón, la archivé en el placard y seguí durmiendo.
Mi entusiasmo en ese momento estaba lejos de las cuerdas. En
ese tiempo mis dedos se dedicaban a las teclas, estaba aprendiendo piano. Asistí
a unas cinco o seis clases y me aburrí. Siempre fui muy autodidacta y, para ser
franca, tocar la escala de «do a do» me resultaba extremada y agónicamente
espantoso. No sería sino años después que ese entusiasmo se revirtiera y mi
relación con la música cambiara radicalmente. Pero, respecto a este tema,
tampoco quiero adelantarme.
En cuanto al desempeño en las etapas de adquisición
lecto-escritora estaba avanzando bastante y continuó mejorando con el correr de
los años. Mi cuarto grado en el colegio transcurría bastante bien hasta que mi
señorita, Gladys, nos
pidió que escribiéramos una historia corta en base a hechos de la vida real de
algún prócer de la historia argentina que conociéramos. En ese momento estaba aprendiendo
el Himno a Sarmiento. No sé muy bien por qué pero me gustaban las marchas e
himnos patrios -digo que no lo sé, pero al decirlo me resuenan los silbidos de
papá en el oído-. En esa época, no había desarrollado todavía la antipatía que
hoy tengo por Sarmiento, asique mi elección fue su vida. Escribí una carilla y,
en ella, me traicionó eso único y particular que tiene cada cerebro, la
creatividad. Una creatividad a raíz de uno de mis rasgos más característicos de
todos los tiempos: ser despistada.
–Andrea –me dijo la señorita luego de corregirlo acercándose a mi pupitre–, ¿Me podes decir de dónde sacaste la información para escribir esto?: «Ya muy enfermo en Paraguay, Sarmiento dejó su espada, su pluma y su palabra a su hija Laura quien lo trajo de nuevo a Buenos Aires para poder llevarlo al cementerio cuando se murió. Laura estaba muy triste».
–Del Himno a Sarmiento, Seño –le contesté muy segura.
–Eso es imposible, estás confundida ¡¿En qué parte dice que tuvo una hija que se llamaba Laura?!
La miré casi desconcertada de su pobre y limitado intelecto, puse cara de tener la verdad absoluta y le empecé a cantar:
–«¡Gloria y loooor! ¡Honra sin par para el graaaaande entre los graaaaaandes. Padre de Laura, Sarmiento inmortal! ».
–Andrea –me dijo la señorita luego de corregirlo acercándose a mi pupitre–, ¿Me podes decir de dónde sacaste la información para escribir esto?: «Ya muy enfermo en Paraguay, Sarmiento dejó su espada, su pluma y su palabra a su hija Laura quien lo trajo de nuevo a Buenos Aires para poder llevarlo al cementerio cuando se murió. Laura estaba muy triste».
–Del Himno a Sarmiento, Seño –le contesté muy segura.
–Eso es imposible, estás confundida ¡¿En qué parte dice que tuvo una hija que se llamaba Laura?!
La miré casi desconcertada de su pobre y limitado intelecto, puse cara de tener la verdad absoluta y le empecé a cantar:
–«¡Gloria y loooor! ¡Honra sin par para el graaaaande entre los graaaaaandes. Padre de Laura, Sarmiento inmortal! ».
La señorita
Gladys empezó a reír a carcajadas. Recuerdo que nadie entendía nada –yo
incuida-, pero todos se tentaron porque no podía parar de reír y era muy contagioso.
Cuando, por fin logró ganarle al ataque de risa y articular palabras sin
ahogarse en el intento, me explicó que lo que realmente decía el himno no era «Laura»
sino «aula» y que ese era un término más formal del que nosotros usábamos que
era «salón». Ese momento quedó grabado en mi memoria y, seguramente, en la suya.
Todavía no sabía escribir grandes coherencias ni había intentado hacerlo nunca,
pero podría decir que no fue una gran experiencia. Aunque confieso, sí fue una
de las más graciosas de mi infancia académica.
***
Puedo afirmar que mi «yo lector» tuvo su apogeo al cumplir
mi década de vida. Fue entonces cuando me topé con mis primeras lecturas
«fuertes», mis primeros libros «de verdad». Recuerdo que el segundo fue Mi planta de naranja-lima de José Mauro
Vasconcelos. Mientras lo leía era una criatura de diez años llorando por la
cruda y triste historia -perfectamente lograda en cuanto a lo narrativo- de otra
criatura un tanto más chica. Debo confesar que, al releerlo años más tarde, el
libro me arrancó las lágrimas con mucha más facilidad.
Relaté primeramente mi experiencia con el segundo porque fue uno más acorde a mi edad. Resulta que el primero era uno que en su ficha técnica –la cual, por supuesto leí muchos años después- dice explícitamente «Edad recomendada para su lectura: Adultos». En ese momento, no lo sabía aunque debí suponerlo cuando durante un pijama party de mi hermana, una de sus amigas me preguntó qué estaba leyendo. Le contesté que era Carrie de Stephen King pero que no lo estaba leyendo sino en camino a devolverlo a la biblioteca de la casa porque lo había terminado. Me arrebató el libro. Su cara de asombro y horror a la vez me asustaron un poco. De repente pude ver con mayor claridad las caras de los asistentes de la graduación del libro cuando vieron los poderes de la protagonista, porque era similar a la descripta por su autor. Sus únicas palabras fueron: «Este no es un libro para vos. Sos muy chiquita» y no me lo devolvió. Sospecho que se lo llevó, con quejas, a mi mamá o a mi hermana. No entendí por qué sino hasta años después tras otra de mis re-lecturas de la obra. Es, definitivamente, un libro para adultos. Me pregunto hasta el día de hoy, qué habré entendido de todo eso. Intentando dar respuesta a esa pregunta: calculo que ni un cuarto de libro. Pero seguro, lo suficiente según las competencias socio-culturales que había adquirido hasta el momento.
Relaté primeramente mi experiencia con el segundo porque fue uno más acorde a mi edad. Resulta que el primero era uno que en su ficha técnica –la cual, por supuesto leí muchos años después- dice explícitamente «Edad recomendada para su lectura: Adultos». En ese momento, no lo sabía aunque debí suponerlo cuando durante un pijama party de mi hermana, una de sus amigas me preguntó qué estaba leyendo. Le contesté que era Carrie de Stephen King pero que no lo estaba leyendo sino en camino a devolverlo a la biblioteca de la casa porque lo había terminado. Me arrebató el libro. Su cara de asombro y horror a la vez me asustaron un poco. De repente pude ver con mayor claridad las caras de los asistentes de la graduación del libro cuando vieron los poderes de la protagonista, porque era similar a la descripta por su autor. Sus únicas palabras fueron: «Este no es un libro para vos. Sos muy chiquita» y no me lo devolvió. Sospecho que se lo llevó, con quejas, a mi mamá o a mi hermana. No entendí por qué sino hasta años después tras otra de mis re-lecturas de la obra. Es, definitivamente, un libro para adultos. Me pregunto hasta el día de hoy, qué habré entendido de todo eso. Intentando dar respuesta a esa pregunta: calculo que ni un cuarto de libro. Pero seguro, lo suficiente según las competencias socio-culturales que había adquirido hasta el momento.
Muchas lecturas pasaron, una tras otra, por el constante
movimiento lineal de mis pupilas, de izquierda a derecha, devorando líneas de
texto cual carro de máquina de escribir en plena acción. Todas esas líneas de
texto se encontraban dentro de libros que residían en la biblioteca de mi casa.
Esa biblioteca, hecha por mi abuelo, estaba poblada no sólo por cientos de libros
sino, también, por diarios y revistas. Todos esos libros pasaron por mis manos
y, a esa edad, juraba conocerlos a todos. Pero, una tarde de abril, descubrí
que no era así, había uno que me era total y completamente desconocido.
Los sábados, mi hermana y yo limpiábamos nuestro cuarto. Esa tarde terminé antes. No sabía muy bien qué hacer por lo que me puse a limpiar la biblioteca y acomodar los libros. Pequeña obsesión que había heredado de mi línea materna: los libros tenían que cuidarse, respetarse y mantenerse en buen estado. Entonces, eso hice. Saqué libro por libro, los repasé con un plumero y los acomodé por género. Fue cuando mi limpieza se abocaba al estante más alto de la biblioteca ya vacía, trepada a una silla que, entre la pared y el estante, trabado en el medio, había un libro. Me costó sacarlo de su prisión pero, forcejeando, logré rescatarlo. Extrañada, pasé de estar parada en la silla a estar sentada en ella en cuestión de segundos. Lo centré en mis manos y lo observé con detenimiento: Era un libro casero, hojas tamaño oficio cubiertas por dos cartones duros que cumplían el rol de tapas. Todo lo anterior, perforado en la parte izquierda, al medio y atado con un cordón. No hallé información en su cubierta. Sólo predominaba el color marrón claro -algo manchado- del cartón. Tomé un extremo y lo abrí. No era muy estable pero, quien fuese su encuadernador, había tomado la precaución de pegar una hoja entre el cartón y la página que en cualquier otro libro, sería la de cortesía. Podría decir que era una página de guarda que lograba que el «libro» quedara bien sujeto. El mismo proceder, había tenido esta persona uniendo la última página con la parte interna de la contratapa.
Las hojas, amarillentas por el paso del tiempo, estaban escritas a máquina. Contaba con una suerte de «portadilla». Ésta, tenía una inscripción que decía: «Harriet, la espía» y, un tanto más abajo, podía leerse: «escrita por Louise Fitzhugh». Ahí mismo, en esa silla, comencé a leer.
Contaba la historia de una nena de once años que decía ser la espía más joven del planeta. Su sueño era ser escritora y se dedicaba a espiar a sus amigos y vecinos anotando todo en un cuaderno especial. Tenía una ruta de espionaje y la realizaba a diario, junto con otros tantos hábitos y vínculos. El más especial era con su niñera, quien la apoyaba en todas sus aventuras.
No me costó nada identificarme con el personaje. Mi relación con mi niñera era hermosa, con un tinte de complicidad cotidiano y, voy a llamarlo casualidad, me habían regalado hacía poco unos largavistas -como los que usaba Harriet- para el día del amigo. Mis ocultas ganas de escribir salieron a la luz. Había tenido intentos de hacerlo antes pero nunca había pensado en que era eso a lo que quería dedicarme.
Devoré el libo en menos de dos días. Esa tarde merendé leyendo, cené leyendo, me acosté leyendo y la misma rutina realicé al día siguiente. Cuando lo terminé, agarré un cuaderno y, sin dudarlo, comencé mi intento de «espía anótalo-todo».
Me levantaba todos los días alrededor de las ocho de la mañana cuando llegaba mi niñera, desayunaba y procedía a posicionarme en lugares estratégicos de las ventanas para chequear los movimientos de mis vecinos. Tuve la suerte de que mi casa estaba justo en una esquina y tenía seis familias a la vista. Los que estaban sobre la cuadra de la parte lateral de la casa, justo en frente de la ventana del cuarto de mamá eran los vecinos que más quería -al día de hoy los quiero- pero no estaban casi nunca así que jamás me centré en ellos. Quienes realmente ponían condimento a mis mañanas eran los de enfrente: un matrimonio relativamente joven. Peleaban todo el día y, aun a mis diez años, sabía que estaban postergando lo inevitable: un divorcio seguro.
Los sábados, mi hermana y yo limpiábamos nuestro cuarto. Esa tarde terminé antes. No sabía muy bien qué hacer por lo que me puse a limpiar la biblioteca y acomodar los libros. Pequeña obsesión que había heredado de mi línea materna: los libros tenían que cuidarse, respetarse y mantenerse en buen estado. Entonces, eso hice. Saqué libro por libro, los repasé con un plumero y los acomodé por género. Fue cuando mi limpieza se abocaba al estante más alto de la biblioteca ya vacía, trepada a una silla que, entre la pared y el estante, trabado en el medio, había un libro. Me costó sacarlo de su prisión pero, forcejeando, logré rescatarlo. Extrañada, pasé de estar parada en la silla a estar sentada en ella en cuestión de segundos. Lo centré en mis manos y lo observé con detenimiento: Era un libro casero, hojas tamaño oficio cubiertas por dos cartones duros que cumplían el rol de tapas. Todo lo anterior, perforado en la parte izquierda, al medio y atado con un cordón. No hallé información en su cubierta. Sólo predominaba el color marrón claro -algo manchado- del cartón. Tomé un extremo y lo abrí. No era muy estable pero, quien fuese su encuadernador, había tomado la precaución de pegar una hoja entre el cartón y la página que en cualquier otro libro, sería la de cortesía. Podría decir que era una página de guarda que lograba que el «libro» quedara bien sujeto. El mismo proceder, había tenido esta persona uniendo la última página con la parte interna de la contratapa.
Las hojas, amarillentas por el paso del tiempo, estaban escritas a máquina. Contaba con una suerte de «portadilla». Ésta, tenía una inscripción que decía: «Harriet, la espía» y, un tanto más abajo, podía leerse: «escrita por Louise Fitzhugh». Ahí mismo, en esa silla, comencé a leer.
Contaba la historia de una nena de once años que decía ser la espía más joven del planeta. Su sueño era ser escritora y se dedicaba a espiar a sus amigos y vecinos anotando todo en un cuaderno especial. Tenía una ruta de espionaje y la realizaba a diario, junto con otros tantos hábitos y vínculos. El más especial era con su niñera, quien la apoyaba en todas sus aventuras.
No me costó nada identificarme con el personaje. Mi relación con mi niñera era hermosa, con un tinte de complicidad cotidiano y, voy a llamarlo casualidad, me habían regalado hacía poco unos largavistas -como los que usaba Harriet- para el día del amigo. Mis ocultas ganas de escribir salieron a la luz. Había tenido intentos de hacerlo antes pero nunca había pensado en que era eso a lo que quería dedicarme.
Devoré el libo en menos de dos días. Esa tarde merendé leyendo, cené leyendo, me acosté leyendo y la misma rutina realicé al día siguiente. Cuando lo terminé, agarré un cuaderno y, sin dudarlo, comencé mi intento de «espía anótalo-todo».
Me levantaba todos los días alrededor de las ocho de la mañana cuando llegaba mi niñera, desayunaba y procedía a posicionarme en lugares estratégicos de las ventanas para chequear los movimientos de mis vecinos. Tuve la suerte de que mi casa estaba justo en una esquina y tenía seis familias a la vista. Los que estaban sobre la cuadra de la parte lateral de la casa, justo en frente de la ventana del cuarto de mamá eran los vecinos que más quería -al día de hoy los quiero- pero no estaban casi nunca así que jamás me centré en ellos. Quienes realmente ponían condimento a mis mañanas eran los de enfrente: un matrimonio relativamente joven. Peleaban todo el día y, aun a mis diez años, sabía que estaban postergando lo inevitable: un divorcio seguro.
«20-08-2002: Gente rara, los Ithurbide. Hoy a la mañana
discutieron a los gritos, como de costumbre, y él se fue enojadísimo golpeando
la puerta tan fuerte detrás suyo que casi la vuelve giratoria. Mi gata saltó
del sillón del susto y Bertha, la señora de al lado de su casa, soltó las
bolsas de mandados que traía por la vereda y se quedó helada como si estuviese
jugando al “cigarrillo 43”. Fue muy gracioso». Esa era una de las tantas
anotaciones de uno de los diez cuadernos que llegué a llenar. Al contrario de
la protagonista del libro, eso no era un secreto. Dejaba mi libro de turno en
cualquier lado y mis papás se divertían como locos leyendo lo que había
escrito. Viéndolo ahora, me doy cuenta que ni Harriet ni yo éramos espías
jóvenes. Éramos jóvenes, sí, pero jóvenes stalkers.
Ese fue el principio y casi fin de un intento de «yo espía» que terminó por
frustrarme y aburrirme. Sin embargo,
de una cosa puedo hacer alarde: los Ithurbide, se divorciaron tres años más
tarde.
Puedo decir que la etapa «alfabética» estaba ya interiorizada y mi «yo escritor» asomaba un poco la nariz a la superficie de la vida. Sin embargo, no me dedicaba sólo a los vecinos. Por la noche, antes de ir a dormir, me ponía en la ventana del que era mi cuarto, justo en la esquina de la casa y destapaba los lentes de mi largavistas para espiarla a ella, a mi agujero en el cielo. La «espiaba». Después de todo, no sabía si ella era consciente de que la estaba observando. Anotaba en mi cuaderno especial qué tan brillante la veía, qué formas podía distinguir en ella y qué estado de ánimo tenía -porque era una convencida de que la luna tenía cara y esa cara no era siempre la misma-.
Puedo decir que la etapa «alfabética» estaba ya interiorizada y mi «yo escritor» asomaba un poco la nariz a la superficie de la vida. Sin embargo, no me dedicaba sólo a los vecinos. Por la noche, antes de ir a dormir, me ponía en la ventana del que era mi cuarto, justo en la esquina de la casa y destapaba los lentes de mi largavistas para espiarla a ella, a mi agujero en el cielo. La «espiaba». Después de todo, no sabía si ella era consciente de que la estaba observando. Anotaba en mi cuaderno especial qué tan brillante la veía, qué formas podía distinguir en ella y qué estado de ánimo tenía -porque era una convencida de que la luna tenía cara y esa cara no era siempre la misma-.
***
A lo largo de mi
adolescencia tuve una breve etapa de poeta. Después de leer y leer acerca de la
luna, sobre su suelo, su atmósfera y todas sus características que la componen
como astro, noté que esa parte no me interesaba. No me importaba qué era, qué
circunferencia tenía ni cuál era su función para con este planeta. Me
interesaba qué tan grande la veía yo cada uno de mis días, que cara veía al
observarla y la sensación que me generaba su existencia. Contemplarla era, para
mí, lo más cerca a la paz que había estado jamás. Entonces, esa locura, me
llevó a tomar una lapicera y escribir un par de versos. En todos expresaba, en
forma de prosa, lo que ella me generaba. Mi fase de poeta duró casi lo mismo
que la de una crisálida en ese estado: de 15 a 20 días. No recuerdo, para ser
franca, a ciencia cierta.
Ya teniendo trece años, el dolor de cabeza se tornaba más y más insoportable. Ya no era una nena, tenía responsabilidades y me hacía cada vez más cargo de mi misma. Como un escape a eso, además de dedicarle algún que otro escrito lleno de ira, me enfoqué en la música. Seguía tocando el piano aunque no con tanta frecuencia. Una noche, casi sin querer, terminé cenando en lo de unos amigos de la familia. El novio de una de las hijas estaba tocando la guitarra afuera con un par de chicos y me senté con ellos. No puedo explicar lo que sentí, sólo recuerdo que volví a casa corriendo y desempolvé la guitarra del placard. Estaba más desafinada que el órgano de una iglesia abandonada, sonaba muy mal, pero puse los dedos en las cuerdas y empecé a hacer sonar mis primeros punteos. Al tiempo, con práctica -y después de que un amigo de papá la afinara- mejoré abismalmente. Cuando tuve noción de acordes, gracias a un libro de principiantes que me prestó mi padrino, me animé a largar, de a poco, la voz. Mis inicios fueron con dos canciones de nuestro folklore. La primera fue «Tonada de un viejo amor» y, la segunda -sin ánimos de sorprender a nadie con la innovación- fue «Luna cautiva».
El primero en escuchar el producto final de esas prácticas fue mi papá y, posteriormente, mi primer novio. Jamás voy a olvidar la expresión en el rostro de papá, demostrando un amor puro y sincero. Se debía a que siempre quiso ser artista, siempre quiso cantar y tocar la guitarra y su hija lo estaba haciendo. Se sintió realizado. Desde ese entonces me dediqué a la música. Por lo que dicen, soy bastante buena y todo el mundo adula mi voz «dulce y movilizante». Digan lo que digan, para mí nunca va a ser suficiente porque siempre quise tener la voz rasposa de los cantantes de ese tango que tanto amo.
Sin darme cuenta de lo que estaba por hacer, puse música a esas poesías y entendí que, en ese formato me gustaba un poco más. Desde entonces empecé a componer. La primera canción fue para mi abuelo, la segunda –y me arriesgo a sorprender-: para la luna y así fueron pasando familiares y relaciones hasta componerle una a mi propia guitarra, quien me estaba convirtiendo en alguien que me gustaba ser. Esas letras jamás vieron ni, sostengo, verán la luz. Son muy privadas, muy mías y están perfectamente bien donde están. En mi cabeza, siendo mi escape en momentos de crisis; de crisis de dolor.
***
Casi terminando el secundario mi «nerdismo» afloró de nuevo y comencé a leer y escribir a la par, solidificando la ya superada fase «fluida-expresiva». Mis lecturas iban desde ciencia y naturaleza hasta literatura de antaño. Y mis escritos pasaban desde lo más externo a lo más personal. Leyendo ambos, no pude evitar notar que, aunque escribiese ficción, muchas de mis propias vivencias se plasmaban en mis escritos. Un tanto tergiversadas, un miedo por otro, un deseo por otro y hasta incluso partes de mí que ni siquiera había explorado.
Fue entonces cuando comencé, obsesionada con este hallazgo, la práctica de analizar la vida y obra del autor y el contexto donde todo lo que mis ojos leían y mi mente procesaba había sido creado. Este experimento surgió cuando iba por la mitad de Oliver Twist de Charles Dickens. El hecho de leer la biografía de Dickens fue el único disparador que necesitó mi cerebro para atar cabo tras cabo de la historia. Oliver, huérfano como Dickens. Diferentes historias pero cada parte de su vida se plasma en la del pequeño. Revolución industrial, Dickens se vio forzado en su soledad a trabajar en una fábrica de betún así como Twist tuvo que ganarse la vida trabajando de lo que pudo. Cada personaje se asemeja a uno de la vida real del autor. Mi mente estaba por explotar. Mil coincidencias no tan casuales. Para nada casuales, de hecho.
Desde entonces, nunca jamás leí nada sin saber antes la vida del autor o el contexto donde produjo su obra. Llegué al punto de no leer siquiera un artículo de revista sin antes saber quién lo había escrito, quién era el dueño del medio y las botas de quién lamía -por no ser un tanto más grosera-. Pensándolo bien, fue un cambio de hábito oportuno teniendo en cuenta que cuatro años después me inscribí en la carrera de Periodismo Y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Tenía una materia que analizaba esto mismo -uno de los textos y autores era Dickens con Oliver Twist- y me sentí más que preparada para afrontarla.
***
Ya teniendo trece años, el dolor de cabeza se tornaba más y más insoportable. Ya no era una nena, tenía responsabilidades y me hacía cada vez más cargo de mi misma. Como un escape a eso, además de dedicarle algún que otro escrito lleno de ira, me enfoqué en la música. Seguía tocando el piano aunque no con tanta frecuencia. Una noche, casi sin querer, terminé cenando en lo de unos amigos de la familia. El novio de una de las hijas estaba tocando la guitarra afuera con un par de chicos y me senté con ellos. No puedo explicar lo que sentí, sólo recuerdo que volví a casa corriendo y desempolvé la guitarra del placard. Estaba más desafinada que el órgano de una iglesia abandonada, sonaba muy mal, pero puse los dedos en las cuerdas y empecé a hacer sonar mis primeros punteos. Al tiempo, con práctica -y después de que un amigo de papá la afinara- mejoré abismalmente. Cuando tuve noción de acordes, gracias a un libro de principiantes que me prestó mi padrino, me animé a largar, de a poco, la voz. Mis inicios fueron con dos canciones de nuestro folklore. La primera fue «Tonada de un viejo amor» y, la segunda -sin ánimos de sorprender a nadie con la innovación- fue «Luna cautiva».
El primero en escuchar el producto final de esas prácticas fue mi papá y, posteriormente, mi primer novio. Jamás voy a olvidar la expresión en el rostro de papá, demostrando un amor puro y sincero. Se debía a que siempre quiso ser artista, siempre quiso cantar y tocar la guitarra y su hija lo estaba haciendo. Se sintió realizado. Desde ese entonces me dediqué a la música. Por lo que dicen, soy bastante buena y todo el mundo adula mi voz «dulce y movilizante». Digan lo que digan, para mí nunca va a ser suficiente porque siempre quise tener la voz rasposa de los cantantes de ese tango que tanto amo.
Sin darme cuenta de lo que estaba por hacer, puse música a esas poesías y entendí que, en ese formato me gustaba un poco más. Desde entonces empecé a componer. La primera canción fue para mi abuelo, la segunda –y me arriesgo a sorprender-: para la luna y así fueron pasando familiares y relaciones hasta componerle una a mi propia guitarra, quien me estaba convirtiendo en alguien que me gustaba ser. Esas letras jamás vieron ni, sostengo, verán la luz. Son muy privadas, muy mías y están perfectamente bien donde están. En mi cabeza, siendo mi escape en momentos de crisis; de crisis de dolor.
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Casi terminando el secundario mi «nerdismo» afloró de nuevo y comencé a leer y escribir a la par, solidificando la ya superada fase «fluida-expresiva». Mis lecturas iban desde ciencia y naturaleza hasta literatura de antaño. Y mis escritos pasaban desde lo más externo a lo más personal. Leyendo ambos, no pude evitar notar que, aunque escribiese ficción, muchas de mis propias vivencias se plasmaban en mis escritos. Un tanto tergiversadas, un miedo por otro, un deseo por otro y hasta incluso partes de mí que ni siquiera había explorado.
Fue entonces cuando comencé, obsesionada con este hallazgo, la práctica de analizar la vida y obra del autor y el contexto donde todo lo que mis ojos leían y mi mente procesaba había sido creado. Este experimento surgió cuando iba por la mitad de Oliver Twist de Charles Dickens. El hecho de leer la biografía de Dickens fue el único disparador que necesitó mi cerebro para atar cabo tras cabo de la historia. Oliver, huérfano como Dickens. Diferentes historias pero cada parte de su vida se plasma en la del pequeño. Revolución industrial, Dickens se vio forzado en su soledad a trabajar en una fábrica de betún así como Twist tuvo que ganarse la vida trabajando de lo que pudo. Cada personaje se asemeja a uno de la vida real del autor. Mi mente estaba por explotar. Mil coincidencias no tan casuales. Para nada casuales, de hecho.
Desde entonces, nunca jamás leí nada sin saber antes la vida del autor o el contexto donde produjo su obra. Llegué al punto de no leer siquiera un artículo de revista sin antes saber quién lo había escrito, quién era el dueño del medio y las botas de quién lamía -por no ser un tanto más grosera-. Pensándolo bien, fue un cambio de hábito oportuno teniendo en cuenta que cuatro años después me inscribí en la carrera de Periodismo Y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Tenía una materia que analizaba esto mismo -uno de los textos y autores era Dickens con Oliver Twist- y me sentí más que preparada para afrontarla.
***
Ingresé a la facultad en el año 2011, tenía en ese entonces
diecinueve años y una profunda antipatía por el periodismo gráfico. Amaba la
radio -amor que no se extinguió ni lo hará nunca- y terminé, desde el primer
año adorando lo audiovisual, tanto que terminé dando clases de esa materia.
Pero algo no me gustaba. Algo que, de hecho, odiaba: el periodismo gráfico. Lo
que no sabía en ese momento es que solo aborrecía una de sus tantas caras. La
cara de las tan malditas, pero famosas, «Cinco “W”».
Seguí mi curso por la carrera sin abandonar mis favoritismos académicos y con la misma antipatía visceral por lo gráfico hasta que me tocó cursar, en tercer año, Gráfica II. En el aula –aula, no Laura- número tres -nombrada «José Luis Cabezas»- del edificio Presidente Néstor Carlos Kirchner, conocí el amor. No el mismo que el que tengo por la Luna: otra clase de amor. En ese lugar, conocí la cara que me faltaba conocer: la crónica periodística. Una de las primeras clases, Lea y Mariana, las profesoras, nos dieron una fotocopia con tres crónicas. La primera se llamaba: «La vaca sagrada» de Josefina Licitra. Contaba la historia de Rosita ISA, la primera vaca clonada en dar leche maternizada. Sin mucho ánimo debido a su extensión -eran más de seis hojas- comencé a leer. La bajada, el primer párrafo, el segundo, el tercero y, cuando me quise dar cuenta, restaban tres párrafos para terminarla. Mis ojos bailaban junto con las líneas del texto. Mi sonrisa se hacía cada vez más pronunciada tapando los restos de una que otra lágrima que me había arrancado un párrafo del medio de la publicación. Pasé de un estado de llanto a uno de ternura y otro de risa en menos de un segundo. ¡Cuánta descripción! ¡Cómo me había transportado! ¡Amaba a esa vaca! ¿Qué me estaba pasando? ¡Amaba a una vaca que ni conocía! Ese fue el momento clave. Ahí supe lo que realmente quería hacer. Componer me hacía bien. Pero esto ¡Esto era! Sin duda alguna, era esto.
Durante toda esa semana me volví la peor pesadilla de mi familia y conocidos. Toda persona que se me cruzaba, terminaba sentada escuchándome leerle la crónica, de seis hojas, sobre una vaca. Valeria, mi mejor amiga de la vida entera estudiaba -y estudia- en la universidad propietaria del predio donde estaba esa famosa vaca. Al día siguiente a la clase, le escribí emocionada:
Seguí mi curso por la carrera sin abandonar mis favoritismos académicos y con la misma antipatía visceral por lo gráfico hasta que me tocó cursar, en tercer año, Gráfica II. En el aula –aula, no Laura- número tres -nombrada «José Luis Cabezas»- del edificio Presidente Néstor Carlos Kirchner, conocí el amor. No el mismo que el que tengo por la Luna: otra clase de amor. En ese lugar, conocí la cara que me faltaba conocer: la crónica periodística. Una de las primeras clases, Lea y Mariana, las profesoras, nos dieron una fotocopia con tres crónicas. La primera se llamaba: «La vaca sagrada» de Josefina Licitra. Contaba la historia de Rosita ISA, la primera vaca clonada en dar leche maternizada. Sin mucho ánimo debido a su extensión -eran más de seis hojas- comencé a leer. La bajada, el primer párrafo, el segundo, el tercero y, cuando me quise dar cuenta, restaban tres párrafos para terminarla. Mis ojos bailaban junto con las líneas del texto. Mi sonrisa se hacía cada vez más pronunciada tapando los restos de una que otra lágrima que me había arrancado un párrafo del medio de la publicación. Pasé de un estado de llanto a uno de ternura y otro de risa en menos de un segundo. ¡Cuánta descripción! ¡Cómo me había transportado! ¡Amaba a esa vaca! ¿Qué me estaba pasando? ¡Amaba a una vaca que ni conocía! Ese fue el momento clave. Ahí supe lo que realmente quería hacer. Componer me hacía bien. Pero esto ¡Esto era! Sin duda alguna, era esto.
Durante toda esa semana me volví la peor pesadilla de mi familia y conocidos. Toda persona que se me cruzaba, terminaba sentada escuchándome leerle la crónica, de seis hojas, sobre una vaca. Valeria, mi mejor amiga de la vida entera estudiaba -y estudia- en la universidad propietaria del predio donde estaba esa famosa vaca. Al día siguiente a la clase, le escribí emocionada:
– ¿¡Conocés a Rosita!?
– ¿Qué? ¿A quién?
– ¡A Rosita ISA! La vaca clonada que da leche maternizada.
– Ah, sí. ISA… ¿Qué pasa?
– ¿Cómo «qué pasa»? ¡Que la amo!
– ¿La amas? Andrea, es una vaca. Es insípida y hace «muuu»
– ¡No! ¡Es que vos no entendés…!
– ¿Qué? ¿A quién?
– ¡A Rosita ISA! La vaca clonada que da leche maternizada.
– Ah, sí. ISA… ¿Qué pasa?
– ¿Cómo «qué pasa»? ¡Que la amo!
– ¿La amas? Andrea, es una vaca. Es insípida y hace «muuu»
– ¡No! ¡Es que vos no entendés…!
Y no, ella no entendía. Para ella era una vaca que hacía
«muuu». Sabía la historia, pero el lado científico de la historia no el humano,
ese lado humano que yo había conocido gracias a la crónica. Al igual que me
pasó a mí con el periodismo gráfico. No conocía la cara de la crónica, no sabía
que una de las cosas que más me iba a enamorar del periodismo estaba dentro de
lo que más creí odiar. A raíz de la crónica de Josefina conocí la Revista
Anfibia, fue un océano para mi sed en el medio del desierto. Me declaré desde
ese 2014 una enamorada de la crónica. Mejor dicho: de la Luna y de la crónica.
***
***
Toda experiencia como oyente, lectora o escritora atravesó
mi vida. Cada suceso fue importante para poder constituirme hoy y saber lo que
quiero. Todas esas vivencias confluyeron en una espía frustrada que me sirvió
para entender que haga lo que haga la luna siempre va a estar ahí, guiando mis
pasos porque en ella busco el camino. También en una poeta que -se dio cuenta-
tenía que dejar de ser oruga y transformarse en mariposa. Un ingrediente más y
esa poesía resultaba hermosa. Mutando, así en una compositora de versos al alma
–su propia alma- y una escritora de crónicas que entendió que, a través de
ellas, puede contar las cosas más cotidianas de las formas más maravillosas.
Cuando escribo crónicas siento algo similar a cuando contemplo la luna y, eso,
se plasma en las palabras, en los párrafos, en lo que leo cuando mi mano deja
de escribir.
El cerebro humano, extraño en la totalidad de su circuito,
dueño de la creatividad, funciona igual pero aun así diferente en cada persona.
Todos pasamos por las diferentes etapas de la lectura y la escritura de la misma
forma pero, también, diferente. Y cada uno de nosotros hace con lo adquirido
algo propio. Lo que escuchamos nos influye, lo que leemos nos influye y la
resultante de eso es lo que fluye a través de nuestros sentidos y se plasma en
nuestra creatividad a la hora, desde este aspecto, de escribir.
A lo largo de la vida en todas mis etapas –pero sobre todo en la de escritora- entendí que la escritura es algo mágico, las palabras escritas lo son. Nuestros mejores momentos brotan cuando el alma llora, cuando contagia felicidad, cuando explota iracunda, cuando muere de miedo, cuando no encuentra el rumbo o, simplemente cuando sea, siempre que exista un sentimiento profundo. Nunca dejemos de escribir. Nunca, pero nunca le impidamos a un sentimiento expresarse. Escribamos textos que hagan reír, leamos textos que nos hagan llorar, sintamos empatía por los que hablen de dolor y encontremos el Norte en los que elijamos como guías. Nunca dejemos de escuchar, leer o escribir textos que nos den vida.
Hoy mi vida se basa -entre otras elecciones- en
leer y escribir crónicas. También en intentar no enloquecer. El nivel de dolor
es, a la fecha, tan alto que me permite dormir sólo después de tres días cuando
mi cuerpo ya no resiste despierto. Para canalizar esa incertidumbre e insomne
desesperación me refugio en la música, el amor de mis gatos y las crónicas. La
realidad es que en estos tiempos éstas son, en su mayoría, digitales. Las
imprimo. No encuentro nada más hermoso que el contacto de las manos con el
papel, la posibilidad de rayar, subrayar y acotar a los márgenes. Todo esto,
con una pequeña linterna, cualquiera de mis gatos ronroneando en mi regazo y a
la luz de la luna, por supuesto.
A lo largo de la vida en todas mis etapas –pero sobre todo en la de escritora- entendí que la escritura es algo mágico, las palabras escritas lo son. Nuestros mejores momentos brotan cuando el alma llora, cuando contagia felicidad, cuando explota iracunda, cuando muere de miedo, cuando no encuentra el rumbo o, simplemente cuando sea, siempre que exista un sentimiento profundo. Nunca dejemos de escribir. Nunca, pero nunca le impidamos a un sentimiento expresarse. Escribamos textos que hagan reír, leamos textos que nos hagan llorar, sintamos empatía por los que hablen de dolor y encontremos el Norte en los que elijamos como guías. Nunca dejemos de escuchar, leer o escribir textos que nos den vida.
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Ann